Opinión

Historia de una blasfemia

La apropiación política de himnos como "Hallelujah"

Leonard Cohen.

Leonard Cohen.

El pasado 14 de octubre, Donald Trump celebró un mitin en la localidad de Oaks, en Pensilvania (EE UU), el estado natal de Joe Biden y uno de los territorios fundamentales a la hora de inclinar la balanza en la disputa por la presidencia estadounidense. Durante el acto, descrito por la NPR, la radio pública estadounidense, como un "bizarro evento musical", el candidato republicano permaneció largo rato delante de su audiencia, en silencio, mientras sonaban diferentes canciones, entre ellas la versión de Rufus Wainwright del "Hallelujah" de Leonard Cohen.

A las pocas horas, el cantante y compositor, que ha apoyado públicamente a Kamala Harris, divulgó un comunicado en su cuenta oficial de Instagram en el que decía lo siguiente: "’Hallelujah’ se ha convertido en un himno dedicado a la paz, al amor y a la aceptación de la verdad. Durante años, me he sentido sumamente honrado de estar conectado con esa oda a la tolerancia. Ser testigo de cómo Trump y sus partidarios comulgaban con esa música anoche fue el colmo de la blasfemia".

Ya en 2016, semanas antes de que Biden y Trump se enfrentaran en las elecciones, Wainwright declaró que no volvería a interpretar ese tema de Leonard Cohen hasta que el entonces presidente no perdiera, y mantuvo su palabra. Tras los resultados, en los que el partido demócrata recuperó la presidencia, colgó un vídeo en sus redes sociales cantándola, en su casa, en batín, si la memoria no me falla. Su sonrisa de felicidad, compartida por muchos, todos los que respiramos al conocer la victoria de Biden, era sólo comparable a la que debió de esbozar cuando, en 2011, cogió por primera vez en brazos a su hija Viva, que además es nieta de Leonard Cohen, ya que la madre biológica es Lorca, hija del canadiense.

Esa alegría de vivir, como la canción de Ray Heredia, fue lo que llevó al cantautor, poeta, novelista, a componer, a principios de la década de los ochenta, "Hallelujah", canción que consideraba "bastante alegre" y respondía a "un deseo de afirmar mi fe en la vida, no de una manera estrictamente religiosa, sino con entusiasmo, con emoción", según dijo la primera vez que la grabó, con cincuenta años.

Desde entonces, tres versiones de ese tema han pasado a la historia cultural, la de John Cale (1991), dentro de un disco de homenaje a Leonard Cohen en el que participaron, entre otros, Nick Cave, los Pixies o R.E.M.; la de Jeff Buckley (1994), quizás la más preciosa de todas ellas, y la del propio Wainwright, concebida para la banda sonora de la película "Shrek" (2011) y la única que ha sido empleada en la campaña de Trump para jalear a sus acólitos. De ahí que el cantante lo considere una "blasfemia", "palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado", en su primera acepción en el diccionario.

Son frágiles, las palabras, igual que su contenido, las realidades que describen. Con el tiempo, su significado, por desuso, puede olvidarse, y su mal uso, interesado, conduce a su perversión. Lo vemos a diario, en la prensa, en las declaraciones de cargos públicos que recurren al cáncer como sinónimo de todo aquello que es nocivo para la sociedad, para el sistema que ellos auspician, que usan un lenguaje bélico para referirse a esa misma enfermedad, culpabilizando, sin pretenderlo, a las víctimas, que al morir pierden, además, batallas inexistentes. También en la apropiación política de términos como libertad, hueco ya, vacío de significado, y de himnos como "Hallelujah", cuya esencia es necesario defender de las garras de los fanáticos, preservarlas para respetar la memoria de Leonard Cohen. Lo dijo él mismo: "Cuando uno mira al mundo, sólo hay una cosa que decir, y es aleluya".

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