Opinión
El séptimo sello
Que nos quiten lo bailado
A mí nunca me ha gustado bailar. De pequeña, en las funciones del colegio, me tocaba siempre de hombre, porque suelen moverse menos y llevan trajes poco vistosos, sin tanta cinta y aderezo que pueda enredarse en los pies de quien no conoce el ritmo. Aun así, recuerdo una caída gloriosa vestida de chulapo, y doy gracias a la inexistencia de las redes sociales y los móviles que hubieran podido dejar constancia de aquel estropicio. De adolescente, contemplaba el mundo desde la barra, y me gané fama de estúpida por tanta negativa a salir a la pista. Jamás supe cómo colocar las manos en las lentas ni en qué dirección mover los pies para no pisar al compañero.
Fijaba mi mirada en la bola de la discoteca y deseaba que la canción acabara pronto, y sin grandes daños colaterales. Durante mis años de carrera, se pusieron de moda las sevillanas, convirtiendo mis salidas nocturnas en un escapar continuo de un baile del que apenas llegué a dominar la primera. En las bodas, cada vez que intuyo que puede organizarse una conga, salgo disparada hacia el baño, y dejé las clases de zumba antes de que el monitor me hiciera una adaptación curricular personificada.
Nunca me ha gustado bailar, ya digo, a lo mejor porque no tengo coordinación ni equilibrio, y sí mucho sentido del ridículo, pero desde hace unos años, me apunto a cualquier baile, en sentido metafórico, claro. A veces también lo hago en sentido literal, porque me he dado cuenta de que sí querría saber moverme al compás de la música, pero nunca me he atrevido a aprenderlo. Rígida como un palo, he vuelto a las clases de zumba, y no perdono una celebración ya sea de cumpleaños, santo, boda, bautizo o comuniones. Me apunto también a las verbenas populares, que siempre me han gustado, quizá porque acompañada de tanto mal bailarín mis fallos se notaban menos. Soy experta en dar saltos con Tequila y en fingir que toco la guitarra, al estilo de Leño, referencias que solo entenderán los de mi generación. Quizá los años me han enseñado que tarde o temprano, aunque no queramos verlo, vendrá un José parecido al protagonista de "El séptimo sello" de Bergman, que nos contemplará en la lejanía que camina hacia la oscuridad, huyendo del amanecer.
La lluvia lavará los rostros de los bailarines, surcados por la sal de las lágrimas. Iremos tristes, sin duda, por haber sido convocados a la danza final, pero quiero ser una de las que no pierden el ritmo, de las que no desfallecen y continúan bailando, y también la que está deseando llegar a casa, quitarse los zapatos y descansar porque ha bailado tanto, ha disfrutado tanto y ha girado tantas veces bajo una bola de colores, que ya no tiene que demostrarle ni a la muerte ni a nadie cuánto ha disfrutado de la vida.
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