Opinión | Parece una tontería
Vivir y morir en coche
Una civilización automovilística
Cuando el 3 de enero de 1899, en un editorial de «The New York Times», se vio escrita por primera vez la palabra «automóvil», todo comenzó a cambiar. Hoy representa lo que el ser humano fue capaz de conseguir en más de cien años. Se introdujo en nuestra manera de explicar, entender, habitar la realidad. La realidad misma, el espacio, el tiempo, fueron transformados y sometidos por el vehículo. Su intromisión en la realidad humana transformó la idea de las distancias, la forma de desplazarse. Con el tiempo, obligó a los arquitectos a acondicionar las viviendas y los edificios, e incluso a inventar los parkings; a los urbanistas, a revisar la estructura de las ciudades, las conexiones, los movimientos grupales. Y etcétera.
La invención del vehículo generó la necesidad de cambiar de sitio cada poco. Se hizo imposible no vivir entre el aquí y el allí. El desplazamiento, revestido por la velocidad, es un negocio infinitamente boyante desde hace décadas. Las personas se deben a sus coches. El coche es un amigo, un siervo, un dictador. Sin coches seríamos salvajes, y con coches, quizá, somos más salvajes todavía que sin ellos. «Ama a tu coche; defiende a la familia», podría ser el lema de cualquier sociedad moderna.
Posee tal capacidad de crear ficciones alrededor de nuestra convivencia con él que hace tiempo que adquirió estatus de ser querido. Sus problemas son los nuestros. ¿Es posible, acaso, que nuestro vehículo sufra una avería y no se traslade parte de ese deterioro a nuestra alma? ¿Quién no padece cuando se rompe la bomba de la gasolina, o la correa de la distribución, o un rodamiento? Somos una civilización automovilística. El coche se incorporó a la identidad, al contexto familiar, fue ganando espacio, derechos, incluso privilegios. ¿Podemos vivir sin auto? Si podemos vivir sin padres, incluso sin hijos cuando mueren, no digo yo que no podamos sobrevivir sin vehículo. Pero es un escenario futuro que me cuesta imaginar. Estamos tan conectados a él emocionalmente, que, como acaba de verse en Valencia, a veces morimos en y por el automóvil.
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