Opinión

El metabolismo extenso

Empujados por la necesidad y por las buenas oportunidades, hemos colonizado espacios que antes pertenecían a las aguas

Darwin nos dejó una última obra en la que examina la formación del manto vegetal por la acción de las lombrices. Hasta entonces se las consideraba una plaga. El libro tuvo un éxito inmediato, muy superior a su obra cumbre, "Origen de las especies". Interesaba más y se comprendía mejor. Con esa paciencia, dotes de observación y capacidad analítica, describió lo que yo me atrevo a llamar el "metabolismo extenso" de las lombrices. Para alimentarse, comen la tierra que las rodea, la hacen pasar por su intestino, descomponen la materia orgánica y la mezclan con minerales de manera que forman unas estructuras granulares resultado de sus excreciones.

Todos los seres vivos transformamos el medio en el que habitamos. Los árboles extraen del subsuelo las sustancias que precisan para su nutrición y desarrollo. Lo modifican, como lo hace la sombra, las hojas y la madera. Crean un hábitat. Esa acción la celebramos porque nos parece natural, como beneficioso consideró Darwin el trabajo silencioso y lento de las lombrices para crear un manto fértil. La acción combinada y no siempre armónica del conjunto de seres vivos que habitan nuestro planeta, unido a las fuerzas geológicas y atmosféricas, es la tierra tal como la vemos hoy.

El metabolismo es el conjunto de procesos bioquímicos que se dan en el interior de los seres vivos. Extraemos energía del medio y devolvemos calor, CO2, orina y heces. Me he atrevido a llamar "metabolismo extenso" al conjunto de acciones del ser vivo sobre el medio. Estar vivo podría considerarse una anomalía, un milagro. Va contra los principios básicos de la termodinámica. La vida es cara y destructiva. Nosotros, los animales, arrancamos la energía que paciente y silenciosamente acumulan las plantas porque necesitamos los combustibles que ellas saben producir: glucosa, grasa, proteínas.

En esa depredación, trasformamos el medio. La mayoría de las veces se produce un equilibrio entre fuerzas destructivas y constructivas que facilita la convivencia entre especies con intereses muchas veces opuestos. Pero basta que las condiciones sean favorables para una de ellas para que otras sufran o incluso desaparezcan. Son las plagas. En su eclosión reproductiva está su propia muerte por enfermedades y agotamiento del alimento. Mientras, dejaron el territorio arrasado para la vida como era.

El ser humano creo que es el animal que tiene, en la actualidad, el metabolismo extenso más poderoso de cuantos existen. No lo era cuando básicamente vivía cazando y recolectando. Apenas modificaba su entorno. La revolución neolítica constituyó la primera gran agresión, si así se puede llamar, a la superficie del planeta.

Se le obligó a producir lo que nosotros queríamos. Hasta entonces vivíamos en cuevas o frágiles e inestables cabañas. Empezamos a ocupar la tierra con asentamientos, la adaptamos a nuestra necesidades y cuando se veía conveniente, se construían diques para contener las aguas, taludes para contener la tierra. La capacidad tecnológica se disparó cuando supimos aprovechar la energía de combustión para mover máquinas. Multiplicada nuestra capacidad de trasformar el medio a nuestro gusto y necesidades, el mandato bíblico "creced y multiplicaos" se cumplió.

Somos ya 8.000 millones. Nos hemos apoderado de la tierra por eso algunos denominan a esta era el Antropoceno. Si cada uno de los humanos consume 1.800 calorías diarias, otros seres tienen que producir 1,5 billones de calorías para alimentarnos. Los tenemos a nuestro servicio y para que lo hagan, hemos acomodado el medio a nuestras necesidades. De todas formas, aunque el número de humanos nos parezca enorme, comparado con otras especies es diminuto. Ni siquiera en masa biológica podemos decir que somos importantes: apenas el 1%. Sin embargo, ocupamos la tierra porque nuestro metabolismo extenso nos obliga a ello. Quizá pudiéramos vivir de otra forma y quizá deberíamos hacerlo. Pero no lo hacemos. Empujados por la necesidad y por las buenas oportunidades que ofrecías esos territorios si se modificaban, hemos colonizado espacios que antes pertenecían a las aguas, terrestres o marinas. Ya lo hicieron los primeros agricultores a orillas de los ríos fertilizadores.

No cabe duda. Biológicamente hemos tenido éxito. Quizás otras especies puedan vernos como una plaga: competimos por el suelo que necesitan, lo cubrimos con hormigón y asfalto y con monocultivos extensivos, rompemos, ahuecamos montañas, cambiamos el curso de los ríos, ponemos diques al mar. Y somos potencialmente una plaga para nosotros mismos: competimos por el territorio que necesitamos para vivir o para extraer minerales, o para dominar. Las guerras nunca fueron tan destructivas. Como lo son los desastres naturales porque arrasan lugares donde las condiciones socioeconómicas obligan a las poblaciones más frágiles a asentarse. Y como somos más y viajamos más, somos más susceptibles a la expansión de enfermedades contagiosas. El panorama visto así es desolador.

Sin embargo, la realidad es que nunca hemos vivido tan bien, tantos años y con tanta seguridad. Hay muertes por hambre, enfermedades prevenibles, guerras y desastres naturales. Cada una, que pudiera no haber ocurrido, es un drama. Nada comparable con lo que suponemos pasaba en los primeros años de vida de homo sapiens sapiens. No es una excusa. Lo podemos hacer mejor: tenemos la tecnología y el conocimiento. Nos falta la sabiduría.

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