Opinión

Titilaron más que nunca las estrellas

Tuvo que venir un electricista a mi casa para enterarme de la importancia del color y la intensidad de la iluminación de acuerdo con el hábitat. Pienso en las lámparas de carburo cuando íbamos a las cuevas de Las Caldas, en la linterna frontal para escaladas nocturnas, en las bujías de popa de una carabela, en la vela cuando oramos, en la luz que se filtra por las ventanas de alabastro en una capilla gótica, en la de Sorolla de las playas de Jávea, en la fabulosa del cinematógrafo..., sin olvidarme de la bombilla que, colocada sobre la cabeza de una persona, asocio a idea luminosa, a vatios que alimentan la inspiración.

El oficial vino a casa a cambiar mis focos de tungsteno y halógenos de alto consumo por los led (light-emitting diode) y me ilustró: las luces de una cocina, de tono similar a las pescaderías, han de ser frías para reconocer bien el color de los alimentos, desde que llegan frescos hasta que empiezan a dorarse en el guiso o en la sartén; las del aseo y tocador, como la luz del día, para que los maquillajes luzca tal cual lo harían en la calle; cálidas las del comedor, semejantes a las llamas de una chimenea de leña, o a las del altar de una iglesia, acogedoras, hogareñas, que invitan a quedarse, y la focalizada de un flexo mientras leemos a Juan Ramón Jiménez. "En esa luz estás tú; / pero no sé dónde estás, / no sé dónde está la luz".

Me quedan las lucecitas posicionales de un nacimiento, gotas, guirnaldas, brasas. ¿En Belén de Judea, en el año I de la era cristiana, existían bombillas incandescentes? No, Edison nació en 1847; pero cuando María dio a luz en el Portal los olivos se cargaron de luciérnagas, y esa noche, en el firmamento, titilaron tanto las estrellas que hasta las tinieblas comprendieron. En esas lucecitas estamos, esas chispas somos.

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