Opinión

Cuento de Nochevieja

Las uvas de la mala suerte

Voy a contarles un secreto mantenido a recaudo durante décadas: acabo de cumplir sesenta años y ni uno solo de los de que jalonan mi existencia conseguí tomar las doce uvas seguidas durante las campanadas de la Nochevieja. El ritual fallido me persigue como una maldición cada 31 de diciembre, cuando el reloj se encamina raudo al año nuevo. Entran bien las tres primeras; la cuarta empieza a atragantarse y aun así meto la quinta en la boca, hasta que la sexta obliga a la desagradable masticación de una viscosa compota que me obliga a abandonar discretamente el salón y refugiarme en la cocina, a escupir el revoltijo en el cubo de los desperdicios.

Para no defraudar las expectativas halagüeñas de la familia, hago como que me las he comido todas, aunque con cierto disimulo tres o cuatro uvas quedan discretamente depositadas en el bolsillo del pantalón. Para rematar en tiempo y forma la faena, necesitaría no de doce campanadas, sino de doscientos aldabonazos. Si me tengo que comer todas al ritmo que marcan los cánones, me darían las uvas del año siguiente.

Lo intenté antaño con uvas pequeñas, del tamaño de canicas, rebuscando en los racimos las unidades menos lustrosas. Ni siquiera peladas y extraídas las pepitas conseguí ni una sola vez cumplir el objetivo navideño. He ahí quizás la causa de mi habitual infortunio. Tan es así que si hubiera sido empresario circense no es que me crecerían los enanos: sin duda se me romperían en sollozos los payasos. ¿Quién puede así ingresar en el mes de enero con buen pie? ¿Cómo quieren entonces que no me comporte cada día como un aguafiestas y un paparrabias picajoso?

Firmado: El Grinch

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