Opinión
Estrellas amigas
Remembranza de Joseph Ratzinger en el segundo aniversario de su fallecimiento
En medio de tanta mediocridad, cuando la pretensión torticera o el interés pendenciero se apropian de los motivos de una posición ante la vida ante cualquier cosa (la política, la universidad, la cultura, los medios de comunicación, la educación, la familia, e incluso la misma Iglesia), hace que emerjan con luz propia las personas que destacan precisamente por su bondad, por su sabiduría, por su coherencia moral y la aportación valiosísima que hacen a la entera sociedad.
En nuestra historia más reciente en los últimos largos decenios, hemos podido saludar a personalidades que tenían desde sus respectivos ángulos de vista una manera madura y creativa de asomarse a este mundo convulso y contradictorio. Sus nombres han marcado hitos en nuestra andadura desde hace cien años y han supuesto un reclamo urgente, una referencia indispensable, para poder surcar los caminos dentro de la ambigüedad u oscuridad en las que con demasiada frecuencia nos sentimos envueltos.
El elenco de sus nombres es una glosa maravillosa de lo mejor de nuestra humanidad: cuando se hace política desde la verdad y la justicia, cuando las puertas de la universidad se abren a las preguntas de la razón serena con inteligencia y las del corazón con su apertura afectiva, cuando la cultura supone una cosmovisión que no censura las posibilidades de comprensión de tantas cosas, cuando los medios de comunicación se ponen al servicio de lo que acontece relatado sin ideología, cuando la educación no se torna en domesticación y la familia es verdaderamente protegida, cuando la Iglesia se propone como anuncio de Buena Noticia sin estragos prepotentes y sin complejos claudicadores. Este sería un buen desiderátum al comenzar el año recién estrenado.
Uno de esos nombres ha venido de nuevo a nuestra remembranza cuando tras dos años después de su fallecimiento, vuelve a nuestro recuerdo desde los anales de la gratitud. Me estoy refiriendo a Joseph Ratzinger, el querido papa Benedicto XVI.
Hace dos años que nos dejó para siempre desde su retiro vaticano donde con discreción siguió abrazando a la humanidad, amando a la Iglesia y escribiendo sin palabras su apasionado fervor por Jesús. Lo dije entonces y lo repito todavía, que hay estrellas que se apagan al llegar el ocaso de su titilar prestado. Pero hay estrellas que siguen brillando en el firmamento de la historia porque tienen luz propia. Una estrella que fue cauce y no eclipse de la Luz con mayúsculas. En la ya larga historia de la Iglesia, tenemos constelaciones de personas sabias, personas santas, que nos han guiado en los entresijos de la vida, en los vericuetos donde la confusión de las ideas, las cañadas oscuras y la mediocridad empoderada, nos hacían difícil distinguir lo que vale la pena de lo que es una filfa, lo que es transparentemente bello frente a lo que es maquillaje postizo, lo que es bondadoso ante lo que es postureo fingido. Entonces emergen los grandes, que suelen ser al mismo tiempo sencillos, dando testimonio de la verdad, la bondad y la belleza que apasionadamente han buscado, encontrado y vivido. Son estrellas que siguen iluminando las sendas de quienes seguimos peregrinando a la meta bendita a la que ellos ya llegaron.
De este modo hacemos memoria de Joseph Ratzinger, el querido papa Benedicto XVI. La coyuntura de su vida es un florilegio de dones y talentos, que junto a sus límites sirvieron para hacer de él un inmenso regalo del cielo, como hemos reconocido quienes hemos vivido la muerte y la despedida de alguien inolvidable. Ahí quedan las palabras de su testamento espiritual, donde la gratitud precisa y el perdón concreto, hacen de estrofas de una larga biografía tan llena de bien, de paz y de sabiduría. Por eso es una figura emergente que se torna en estrella en un cielo nublado por tantos motivos. Su luz transparenta la claridad de Dios de la que él fue testigo.
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