Opinión | Crítica
Sevilla es una maravilla
Brillante propuesta escénica de Emilio Sagi y un elenco equilibrado en lo vocal para cerrar la campaña con "Las bodas de Fígaro"
La Ópera de Oviedo clausuró su temporada mediante uno de los títulos más canónicos y emblemáticos (si bien tardaría más de setenta años en representarse en el Campoamor) de la historia lírica: "Las bodas de Fígaro". Esta ópera bufa en cuatro actos –fruto de la primera colaboración entre W. A. Mozart y Da Ponte–, encaja a la perfección con el espíritu de la presente campaña ovetense, en la que se han llevado a cabo las tres obras que conforman la denominada "trilogía de Beaumarchais": "El barbero de Sevilla", "Las bodas de Fígaro" y "La madre culpable"; la última, dentro de una interesante adaptación para jóvenes a la que, no obstante, habría que darle una vuelta de tuerca.
La producción de la Opéra Royal de Wallonie cuenta con la dirección escénica de Emilio Sagi –el más aplaudido durante los saludos posteriores al estreno– quien, sin demasiado aparataje, reproduce de manera magistral los diferentes espacios en que se desarrolla la acción evocando, con su habitual elegancia, la Sevilla de la segunda mitad del siglo XVIII a través de elementos como un patio –adivinado tras una arcada– decorado con azulejos y donde no faltan los naranjos ni las fuentes.
Sin embargo, es en los detalles donde verdaderamente se aprecia el impecable trabajo del ovetense, como en el manejo y movimiento de los artistas en escena y, muy especialmente, en el tratamiento de la luz, creando escenas de gran plasticidad. En este sentido, la iluminación de Eduardo Bravo –cuya reposición para el Campoamor recae sobre Alfonso Malanda– permite adivinar, a través de los ventanales de la estancia de la condesa en el segundo acto, una Sevilla soleada ciertamente efectista.
Muy acorde resulta la escenografía de Bianco, así como el vestuario de Salverri, jugando con los personajes, asignándoles diferentes tonos para contraponer su estatus o sus intenciones para con el futuro matrimonio.
En el aspecto vocal destacaron los condes de Almaviva. La carta de presentación de la soprano –la cavatina "Porgi amor"– permitió a María José Moreno exhibir toda la belleza de su esmaltado timbre, redondeado por un vibrato perfectamente controlado que le confirió una carnosidad y un atractivo singulares. También estuvo espléndida en el "Dove sono", perfilando con delicadeza cada línea melódica y manejando el volumen en unos pianísimos sutiles, ante el acompañamiento de una OFIL muy maleable.
Por su parte, José Antonio López se enfundó en el traje de conde, un papel donde el barítono valenciano, sin apuros, mostró la ductilidad de su voz que abarca, desde unos graves poderosos repletos de armónicos a unos agudos afilados nada despreciables. El inicio del tercer acto, con el aria "Vedrò mentr’io sospiro", estuvo coronado por una riqueza canora merced al dominio de su amplia tesitura a y la ejecución de unas dinámicas hábilmente trazadas. Por si fuera poco, su imponente presencia escénica contribuyó a reforzar el aspecto actoral, tan importante en el trepidante enredo vodevilesco diseñado por Mozart y Da Ponte.
El resto del elenco cumplió de forma correcta, aunque sin el brillo que podía suponerse en una obra tan célebre. Pablo Ruiz, en el papel de Fígaro, fue de menos a más a lo largo de la velada. Se rehízo de algunos forzados agudos iniciales y, al margen de un meritorio "Non più andrai", vivió su gran momento en "Aprite un po’ quegl’occhi", donde se modificó la iluminación de la sala, derribando la cuarta pared –tal y como pretendían Mozart y Da Ponte– explotando la belleza de su timbre y ajustando los fraseos a la orquesta con precisión. El rol de Susanna corrió a cargo de la soprano argentina Mercedes Gancedo, quien demostró un caudaloso registro central algo opacado en los concertantes. Cierta tirantez en determinados agudos no empañó su buen papel, como se pudo apreciar en el aria "Deh vieni, non tardar" o en el dúo "Sull’aria", ambas páginas resueltas con delicadeza y lirismo.
El Cherubino de Anna Pennisi estuvo, igualmente, correcto. Solventó su falta de graves con inteligencia y, aunque se echó en falta algo más de fiato para ajustar los fraseos al inicio del segundo acto, demostró unas buenas condiciones y una gran sensibilidad en cada una de sus melodías, como plasmó en "Voi che sapete". Ruth González (Barbarina) se lució en el aria "L’ho perduta… me meschina", mientras que Valeriano Lanchas se ganaría los aplausos del público en el aria de la vendetta de Don Bartolo –que serviría de inspiración al aria de la calumnia en "El barbero" rossiniano–, derrochando comicidad y sin sufrir en la declamación del texto, aunque con algunos graves que podrían haber estado mejor apuntalados.
Alexandra Urquiola extrajo todo el jugo posible a su Marcellina. A pesar de perder fluidez en las coloraturas de su aria "Il capro e la capretta", a la neoyorquina no le pesó su debut en la capital asturiana y ofreció un rol matizado, homogéneo en volumen y con presencia escénica. Bien el Don Basilio de Pablo García-López, notable Luis López como jardinero y desafortunado el Don Curzio de David Barrera.
La Oviedo Filarmonía realizó un trabajo escrupuloso y concienzudo. Macías optó por unos tempi ágiles que, en algún momento, incomodaron a los solistas, pero el director comandó con mucha seguridad a los artistas, logrando una sonoridad compacta donde destacaron unos broncíneos metales y una cuerda sedosa. La OFIL, muy flexible a las indicaciones de su titular, dejó páginas notables como la obertura, donde ya se percibió un color muy sugerente y los oportunos balances exigidos por Lucas Macías. Mención especial para Borja Mariño a los mandos del clave.
El coro titular de la Ópera de Oviedo (Coro Intermezzo) también rindió a un nivel muy alto. Afinados, con un sonido empastado y muy equilibrados vocalmente, aportaron dinamismo a la escena gracias a su amplia experiencia y, junto al cuerpo de baile, tiñeron de color local cada una de sus intervenciones.
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