Opinión

China, DeepSeek y las armas geoestratégicas

No parece casualidad que mientras el orbe entero estaba pendiente de los primeros pasos de Donald Trump tras la toma de posesión, la start-up china de inteligencia artificial (IA) DeepSeek irrumpiera en el mercado como un trueno, zarandeando los cimientos de Silicon Valley y de Wall Street. Las acciones de Nvidia, uno de los principales productores de chips de IA, cayeron casi un 17% y sus pérdidas superaron los 600.000 millones de dólares. Tras la sacudida, el CEO de la empresa, Jensen Huang, y Trump se han reunido en la Casa Blanca para sopesar la posibilidad de endurecer la exportación a China de estos semiconductores (podría haberlos comprado a través de Singapur). Los chinos han vuelto a hacerlo, como sucedió con la industria en general, desde la textil hasta la automovilística: copiar modelos y abaratar la producción. Quienes han probado el nuevo chatbot chino cuentan que la máquina responde como un mayordomo británico, culto y educado, si bien esquiva las preguntas incómodas, como Taiwán o la revuelta estudiantil de Tiananmén de 1989. Pero el caso es que DeepSeek funciona, supera en eficiencia al ChatGPT de la empresa norteamericana OpenAI y ha requerido una inversión muy inferior. Nos encontramos en una encrucijada histórica, geopolítica y tecnológica en la que China también quiere desempeñar su papel; lo ha dejado bien clarito. Desde que el mundo es mundo, el ser humano ha sabido adaptarse a un entorno cambiante, de manera que ante esta transformación radical de paradigma me gustaría sentirme más integrada que apocalíptica y celebrar, por ejemplo, cómo la inteligencia artificial abrirá nuevas fronteras en la precisión del diagnóstico médico y en el desarrollo de fármacos. Pero me aterra que las malditas máquinas me dejen sin trabajo y sobre todo la progresiva pérdida de privacidad. Las grandes tecnológicas engullen nuestros datos como combustible. Nombres, direcciones, fechas de nacimiento, correos electrónicos, teléfonos, contraseñas, gustos, preferencias e incluso ritmos de pulsación de las teclas. ¿En qué manos acabará esa información? ¿Qué nuevas formas de control pueden derivarse de ahí?

En estos días me acompaña la lectura de un ensayo magnífico, "La intimidad perdida" (Herder), donde el filósofo Ferran Sáez Mateu alerta precisamente de que la dócil renuncia a nuestra privacidad puede llevarnos a dilapidar algo de mucho más calado como es la intimidad, ese mirar hacia dentro, ese espacio de libertad, autoconciencia y mirada moral, el único lugar donde la soledad y el silencio son susceptibles de "fructificar y transformarse en una sabiduría que, si hay suerte, puede guiarnos hacia la aristotélica buena vida". Según el profesor, la vivencia de lo íntimo, la introspección radical de Mont

aigne, propició dar el salto a la modernidad en el siglo XVI. Es en ese cerrar los ojos para escarbar en la penumbra, cuando uno es consciente de la propia vulnerabilidad, cuando emerge el otro. La importancia de la familia, de los amigos de carne y hueso. Lo que Sáez Mateu llama las "redes sociales orgánicas".

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