Opinión
La infancia asediada
La infancia es un territorio inexplorado. Para recordar su gramática secreta acudimos a los ojos de la memoria, que inevitablemente tergiversan las emociones. Nunca volveremos a la inocencia perdida por mucho que nos esforcemos. Hay un milagro de las primeras veces, en el cual resuena la experiencia del Edén, que permanece vedado al tiempo después de que el ángel, con su espada de fuego, haya cerrado la puerta. La mejor infancia es la que se conserva ajena al mundo de los adultos, sin mediatizar, libre de prevenciones y terapias. Así es: hubo una época –no hace tanto– en que la niñez pertenecía al territorio sagrado del juego. Eran los veranos en la playa o en la montaña, las horas jugando con los amigos en la calle o leyendo en la soledad de la habitación. Ahora, la infancia se ha convertido en un campo minado de diagnósticos, etiquetas y evaluaciones constantes. Un termómetro imaginario mide sin cesar el bienestar de los niños. El imperativo terapéutico se ha filtrado en todos los ámbitos de la vida, como si cada instante necesitara ser traducido en términos de salud mental. Más que una suerte, parece una maldición.
En su artículo «How Sad Do You Feel Right Now?», la norteamericana Leah Libresco Sargeant reflexiona sobre los peligros de esta prematura medicalización emocional, basándose en las ideas desarrolladas por Abigail Shrier en «Bad Therapy: Why the Kids Aren’t Growing Up». Es el reino de la ansiedad permanente, tan del gusto de nuestra época. De los influencers que proliferan en Instagram a los paladines de la felicidad, todos han asumido el papel de guardianes de la infancia, sugiriendo a los niños que sus sentimientos deben ser diseccionados, analizados y gestionados con la urgencia de una crisis galopante. Si bien, en ciertas situaciones, una intervención temprana resulta fundamental para abordar problemas emocionales serios, es crucial distinguir entre el apoyo genuino y la sobremedicalización que desvirtúa el natural crecimiento infantil. En general, diría que la consecuencia casi inmediata de esta psicologización no es un contexto que invite a la fortaleza, sino a la fragilidad. Lo comprobamos a diario entre los adolescentes.
Hay además una cuestión adicional –observa la ensayista americana– de la que se habla poco y es la sombra que se cierne continuamente sobre la relación entre padres e hijos. Cuando una figura externa se convierte en el confidente emocional del niño, se erosiona la confianza en la familia como espacio de contención natural. El mensaje implícito resulta inquietante: tus padres no saben cómo ayudarte, mejor habla con alguien que «entienda». Se crea así una distancia artificial entre generaciones, una sensación de que la vida interior del niño sólo puede ser interpretada y validada por expertos. Se trata, en realidad, de un mundo artificial y, por ello mismo, ficticio e irreal.
Mi amigo Gregorio Luri suele repetir que no hay nada mejor que una infancia imperfecta, con sus caídas y sus errores. Así es. La verdadera madurez no consiste en eliminar el sufrimiento, sino en aprender a convivir con él sin miedo, sin la obsesión de que cada día debe ser diseccionado en busca de una patología que necesite ser tratada. Sencillamente, dejar que los niños sean niños. n
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