Opinión | Más allá del Negrón
Oponerse a la oposición
Ejecutivo y sindicatos culpan de los males del Gobierno a los aspirantes al poder

Oponerse a la oposición / LNE
Hacer oposición a la oposición es concederle una importancia que no tiene, o que no debería tener. Es un síntoma de temor a que pueda llegar al poder. Puede indicar que, a falta de la posibilidad de dedicarse a gobernar, es mejor arremeter contra el aspirante. Delata la necesidad de crear una necesaria cortina de humo sobre las propias debilidades. O, incluso, pueden darse todas estas señales juntas.
Podemos conceder que, tal vez, la oposición sea menos oposición de lo que pudiera parecer. Al fin y al cabo, dado nuestro sistema territorial, el PP es el Gobierno en diez comunidades autónomas, más Ceuta y Melilla, frente al PSOE que sólo preside tres y, eso sí, dirige el Gobierno de la nación. Con todo, los populares no dejan de ser el principal partido de la oposición.
Hay otros: los nacionalistas en las nacionalidades históricas, la extrema derecha de Vox y la extrema izquierda fragmentada, una parte de la cual –Sumar– forma parte destacada del propio Gabinete. Habría que hacer una excepción: el partido de Puigdemont, que, con sus siete votos en el Parlamento y sus chantajes, se ha convertido en la verdadera oposición.
La prueba fehaciente de que vivimos una situación política anómala la tuvimos el domingo con las manifestaciones de los sindicatos contra la oposición. Con poco éxito, la verdad. A la de Madrid, apenas si acudieron unos centenares de personas. Se arremetía contra una oposición que no tiene ninguna posibilidad de mejorar las condiciones laborales, más allá de en los domicilios y las empresas de sus propios diputados. Ni siquiera fue disculpada por acabar votando a favor del llamado "escudo social" del Gobierno. Lo definía con precisión Francisco García el domingo en estas páginas: "es el mundo al revés: los que no mandan tienen la culpa de las meteduras de pata de quienes gobiernan".
Los sindicatos, cuando hacen su labor, juegan un papel decisivo en el sistema de equilibrios de las democracias. Sin su control, las empresas camparían a sus anchas, someterían a sus empleados a sus propios intereses y éstos no tendrían quien les defendiera en caso de conflicto, muy habitual, ya que los intereses de unos y otros son con frecuencia contrapuestos.
Mi experiencia con los sindicatos siempre ha sido buena. Ya al inicio de mi carrera consiguieron, no sin mucha pelea y esfuerzo, que mi empresa, tras más de dos años de trabajar en el limbo –economía sumergida– me metiera en nómina, a mí y a otra docena, con todos los derechos de un trabajador regular. Ya más recientemente, siendo un alto cargo de la compañía –y pese a que muchas veces me vi obligado a tomar partido a favor del patrón–, el comité de empresa defendió mis intereses laborales con el mismo entusiasmo que luchaba por los del resto de la plantilla.
Pero estas centrales –UGT y Comisiones– no son, ni de lejos, las que yo conocí. La proximidad al poder –sea del signo que sea– nunca facilita la labor de los sindicatos. Su implicación en la corrupción a gran escala en el escándalo de los EREs en Andalucía –hoy perdonada– o casos como el del líder del SOMA Fernández Villa marcaron un antes y un después.
La pérdida de afiliados que obligó a la dependencia económica de las subvenciones, inevitablemente los maniató a la hora de enfrentarse a los mismos poderes encargados de facilitarles el sustento. Y la puntilla la puso paradójicamente Yolanda Díaz, vicepresidenta del Gobierno, quien, con sus medidas sociales de máximos, arrebató a los sindicatos su espacio y estos no supieron reaccionar más que echándose en brazos de la coalición del Gobierno contra empresarios y oposición.
Sólo en los regímenes autoritarios los representantes de los trabajadores rinden obediencia al Gobierno, ya sea a través de los sindicatos verticales con el franquismo o de los más amarillos que rojos de la Unión Soviética. Llevamos camino de convertir los en su momento incluyentes sindicatos en elementos irrelevantes, salvo cuando la izquierda no está en el poder, que toda oposición sea poca. Lo que sería un duro golpe para la democracia. Igual que lo es el intento de gobernar sin oposición. Porque con la oposición aniquilada, el equilibrio de poderes se descompensa y no hay democracia posible.
Suscríbete para seguir leyendo