Opinión

Evaristo Arce se echó una siestina

Evaristo Arce, en una imagen de archivo.

Evaristo Arce, en una imagen de archivo. / David Cabo

La última vez que lo vi, tras comer a su lado en una sidrería de Gascona, me dijo que se iba para casa a echar un pigazu al rincón que él llamaba su capilla "siestina". Se notaba que le prestaban esos encuentros, aunque los tuvo que ir limitando con el paso del tiempo. Como su memoria almacenaba infinitas anécdotas, era un verdadero placer escucharlas de su boca. Recuerdo una que me contó al encontrármelo en plena calle Cimadevilla, muy cerca de donde tuvo su lugar de trabajo durante años. Se refería a un peculiar paisano suyo de Villaviciosa que, para explicarle al párroco lo que era la Santísima Trinidad, tuvo la ocurrencia de hacerlo así: "Dios padre, arriba. Dios hijo, abajo. Y el Espíritu Santo, un subir y bajar permanentemente".

Era un formidable retratista del alma humana, como se refleja en su obra. Dibujó al óleo a los grandes asturianos de su época e incluso a otros eternos, en unos libros biográficos indispensables. Y conocía a Oviedo y a los ovetenses al dedillo, como demostró con aquel extraordinario volumen de finales de los setenta.

El arte le apasionaba. Un día mi padre le enseñó su obra pictórica, que Evaristo me calificó años después de estimable, aunque no sé si por compromiso. Controlaba de pintura y de pintores lo que no está escrito, y sabía distinguir al virtuoso del caradura.

Era capaz, sin ser de un lugar determinado, de entregarse a su causa solo por amistad. En Cudillero, por ejemplo, ideó los prestigiosos cuadernos literarios de la mar porque era gran amigo de Juan Luis Álvarez del Busto. Y formó parte del jurado de la Amuravela de Oro, que él mismo recibiría por su trayectoria. Solía quedarse tras los fallos a redactar la nota para los medios sobre los premiados, con su habitual pulcritud.

Nos guasapeábamos con alguna frecuencia. Sus mensajes eran cortos y con mordiente. Su inteligente sentido del humor se dejaba ver en ellos, como sucedía con su conversación. Evaristo sabía escuchar y encontrar el momento propicio para intervenir, características genuinas del buen tertuliano. No hablaba por hablar, sino para aportar cosas interesantes o amenas, sin pedanterías ni erudiciones impostadas.

Arce sigue en su capilla siestina. En esa habitación de al lado de la que hablaba san Agustín. Y los que le conocimos y le quisimos nunca olvidaremos quien fue y lo mucho que hizo. Descansa en paz, amigo.                      

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