Opinión
Y también se nos ha ido Evaristo
Hace poco más de cuatro años titulaba el obituario del recordado – y tengo que decir que no tanto- Rubén Suárez, "Se nos ha ido Rubén"; y ahora se nos ha ido Evaristo. Estoy seguro de que ambos estarán ya tomando posesión de algún cómodo sofá y de que charlarán y charlarán de lo divino y de lo humano, de arte por supuesto, de gastronomía de proximidad o de otras más lejanas. Hablarán de Mieres y de Villaviciosa y por supuesto que de Oviedo. Y competirán para ver quién vierte la opinión más ácida sobre cualquier tema pero, eso sí, transformándola, por eso de la sorna y la ironía, rasgos de personalidad que les sobraban a ambos, en una alabanza.
Sí, también se nos ha ido Evaristo y también, en un ejercicio que ya se está convirtiendo en demasiado repetitivo y doloroso, volvemos a despedir a un amigo de quien ya casi no recordamos desde cuando lo éramos porque los velos del tiempo comienzan a estar ya muy tupidos y las hojas de los periódicos en los que comenzaban esas amistades se han vuelto tan amarillentas y han ido acumulando tanto óxido que es imposible leerlas. Pero lo que nunca olvidaré es que Evaristo, en la noche de los tiempos, me entregó el testigo de la dirección de la Bienal de Oviedo de manera bien distinta a como lo hacen los atletas en las carreras de relevos, pues ambos seguimos empuñándolo con fuerza y yo siempre tuve a alguien a quien comentar, alguien a quien preguntar y, sobre cualquier otra cosa, a alguien en quien confiar.
Estos días se hablará mucho de la huella que Evaristo deja en muchas de las actividades que llevó a cabo en una vida con tan múltiples facetas como la suya y no cabe duda de que una de las más celebradas será la del mundo del arte. La suya fue una entrega total, tan total como silenciosa y discreta y, lo que es más de agradecer, sensata. Lo echaremos de menos en las reuniones de jurados de distintas convocatorias, lo echaremos de menos en las sobremesas y lo echaremos de menos porque la suya siempre era razón de peso, siempre sin ningún atisbo de imposición, para decantarnos por una o por otra obra. Esa silla siempre estará vacía, no puede ser de otra forma, pero muchos la notaremos ocupada.
Y digo todo esto tras repasar los mensajes, casi olvidados los contactos telefónicos, que nos íbamos cruzando ya en estos tiempos de concisión casi telegráfica, que dan cuenta de un afecto mutuo que se acrecentaba en los momentos difíciles para uno o para otro. Y, curiosamente, observo que en muchos de ellos hablábamos de la muerte y de la conmoción que siempre conlleva, a la vez que nos contentábamos con una pregunta repetida, por parte y parte, en bastantes ocasiones: ¿Cómo estás?
Estoy mal, pero estoy peor porque hace unos veinte días pude haberle dado un abrazo y no se lo di por llegar un poco tarde a tomar un café en El Antiguo. Ese abrazo se ha quedado en el aire, en un amago, en un principio y en un final. Lamento estar escribiendo este obituario porque esta mañana -voy a tomarle prestadas unas palabras a Federico- recibí un manotazo duro, un golpe helado, pero nos queda pendiente un abrazo porque tenemos que hablar de muchas cosas, compañero.
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