Opinión
La responsabilidad de la izquierda en el auge de la ultraderecha
Una reacción contra las últimas políticas progresistas europeas y el movimiento woke
Jorge González Nanclares es profesor de Filosofía
El pasado fin de semana se reunieron en Madrid los principales representantes de la extrema derecha europea: Víktor Orban de Hungría, el italiano Mateo Salvini, la francesa Marie Le Pen, el holandés Geert Wilders y otros representantes llegados de Portugal, Estonia, Chequia, Grecia y por supuesto Santiago Abascal que actuaba como maestro de ceremonias y anfitrión jefe. También fueron apoyados en la distancia transatlántica por la líder venezolana María Corina Machado y el presidente de Argentina Javier Milei.
En dicha reunión marcaron las principales directrices de sus respectivos programas de gobierno siguiendo la estela, como ellos mismos dijeron, de Donald Trump, del que celebraron la aplicación de las primeras medidas al amparo del "America First" y el "Make America Great Again", que veían exportable a Europa. Se declararon a favor de la deportación de inmigrantes ilegales, de la imposición de aranceles a los países más competitivos y de la oposición frontal a la aplicación de las medidas derivadas del denominado pensamiento woke, como son el abandono de las políticas verdes y las políticas "trans".
Conviene señalar que la prohibición de participar a las autodenominadas personas "trans" en competiciones deportivas, e incluso la propuesta de quitarles las medallas a quienes ya las habían conseguido ha despertado la simpatía, e incluso el aplauso, de una gran parte de la opinión pública tras haber visto, con estupor en los últimos juegos olímpicos, la inclusión de hombres biológicos que participaban y ganaban en las competiciones femeninas.
El abandono de la OMS por parte de Trump el mismo día 20 de su toma de posesión, seguido posteriormente por Milei, responde no solo al desacuerdo en la gestión de la pandemia de encerrar a todos en sus casas o a la abultada factura económica que tienen que pagar, sino también a la vinculación de la OMS con el Acuerdo de París sobre el cambio climático.
Todas estas medidas de "ultraderecha" son tal vez una reacción contra las políticas progresistas europeas de los últimos tiempos y del citado movimiento woke. Quizás han creído ver una deriva extrema en algunas de las políticas de inmigración ("ningún ser humano es ilegal") o de las políticas medioambientales con el abandono precipitado de las energías clásicas por las "verdes", afectando gravemente a las industrias tradicionales y rebajando, por tanto, su competitividad a escala mundial, en un mundo que, a pesar del Pacto de París, sigue quemando combustibles fósiles en más de un 80 % (Fundación Análisis de Política Exterior, Madrid 2024).
Por otro lado, es cierta "ciudadanía", alentada probablemente por dichos impulsos, la que en su paranoia protesta, por ejemplo, contra la instalación de centrales de "energías limpias", ya sean parques eólicos o fotovoltaicos, aduciendo la emisión de "extrañas" radiaciones perjudiciales para la salud (y volvemos otra vez a la OMS) o a la destrucción de la "biodiversidad". O la oposición frontal de algunos ciudadanos a los parques de baterías encargados de almacenar la energía procedente de esas energías limpias, sin los cuales no sería posible la redistribución de éstas. Son contradicciones de una izquierda que ha perdido sus referentes clásicos, dejándose llevar por el "buenismo" de una "humanidad en paz", de un "planeta verde", del aquí "cabemos todos", o incluso del derecho a la autodeterminación de todos en general, sean estos pueblos, personas o animales.
En lo que a nosotros atañe resulta difícil situar con precisión cuándo se produjo ese cambio en la izquierda española, pero parece claro que cuando Pedro Sánchez es reelegido por segunda vez secretario general del PSOE en mayo de 2017, ya se ha consolidado la escisión entre una vieja izquierda impulsora de la Transición que "controlaba" hasta entonces el aparato del partido y una nueva izquierda, cuyos orígenes podríamos situarlos quizás en el zapaterismo, ascendida al poder por esa ocurrencia pseudo democrática que son "las primarias". Aunque una vez arriba el líder se hace no solo con el control de todas las instituciones públicas, y las que pueda privadas, del Estado, sino también con el control omnímodo de las riendas del partido, sin ningún tipo de primarias a la vista: paradojas de la historia.
Rotos los vínculos con sus antecesores y lógicamente también necesitado de votos para poder investirse (pues la ruptura de facto del partido dividió también a sus votantes), no dudó en asumir al unísono los delirios pseudoizquierdistas que, como cantos de sirena, se habían desencadenado a partir del denominado movimiento 15M del año 2011 y pactar con las fuerzas centrífugas cediéndoles toda clase de prebendas incluida la amnistía de delitos. Mención aparte merece el sacar a pasear continuamente "la momia del dictador" en una ley de memoria histórica, hoy rebautizada como "memoria democrática", rompiendo ya definitivamente todos los puentes con la Transición, que había procurado pasar de puntillas por un desgraciado periodo de la historia reciente de España, como fue la guerra civil y el franquismo, para salvar la democracia.
En estas tesituras no es extraño que en los países donde todavía hay democracia, en los que no la hay ya hace mucho que han bloqueado la introducción de ese tipo de ideas woke sean de izquierdas o derechas, la ciudadanía vea cada vez con más preocupación la aplicación de políticas que impulsan esos delirios "progresistas" y se decante por posiciones más clásicas y tradicionales, como puedan ser, estos partidos que, a priori se manifiestan claramente en contra de éstas.
Abascal sabe que el enemigo a batir no es Pedro Sánchez, sino Núñez Feijóo, sin el cual avanzaría en las encuestas como Víktor Orban lo hizo en Hungría.
El riesgo es que de estos nuevos y no tan nuevos partidos ultraderechistas sabemos cómo empiezan, pero no cómo acaban, carentes como están de democracia interna, según sus propias palabras, y probablemente externa. Tras el fin de la Gran Guerra la Constitución de Weimar planteó muy buenas medidas sociales, pero la situación social exasperada por una izquierda extremada que pretendió llevar al límite esas medidas, junto con una crisis económica brutal, precipitó el triunfo del nazismo.
Tal parece que la precipitación a veces puede provocar un retroceso, una involución. Estando en tierra de Baltasar Gracián tendríamos que practicar más el "arte de prudencia" en eso de que "hay que entrar con la ajena, para salir con la propia".
Cuenta Platón en el libro VIII de "La República" a propósito de la tiranía que "la libertad en exceso parece que no deriva en otra cosa que en la esclavitud en exceso para el individuo y para el Estado. Es razonable entonces, dice Sócrates, que la tiranía no se establezca a partir de otro régimen político que la democracia, y que sea a partir de la libertad extrema que surja la mayor y más salvaje esclavitud".
Esperemos que la Historia enderece el rumbo y no se vuelva a repetir, si no el resort que Trump quiere instalar en Gaza nos parecerá un cuento de hadas.
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