Opinión

El viejo acordeón

Ante el concierto de Grigory Sokolov, el mejor pianista vivo, en Oviedo mañana domingo

Víctor Asensi es catedrático de Medicina y melómano

La vida está llena de casualidades. Una de ellas fue que el pasado domingo 27 de enero se celebró en todo el mundo el aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz por las tropas soviéticas. Otra casualidad fue haberme tropezado ese mismo día con un disco de sonatas de Doménico Scarlatti interpretadas por el grandísimo pianista judío franco-búlgaro Alexis Weissenberg (1929-2012). Este disco había sido un regalo del profesor Michael Oxman, fallecido hace escasas semanas, otra casualidad, cuando terminé mi Fellowship en Enfermedades Infecciosas en la Universidad de California en San Diego (UCSD), EE UU, en un lejano mayo de 1990. El profesor Oxman conocía la relación entre Scarlatti y España, donde este compositor napolitano residió muchos años como profesor de música de la reina Bárbara de Braganza, esposa de Fernando VI. Más casualidad aún fue que mi curiosidad me llevase a leer en la Wikipedia la fascinante biografía del gran pianista Weissenberg y cómo un acordeón salvó su vida en un campo de concentración nazi.

Las presiones de todo tipo sobre los judíos del Reich y de otros países del Este de Europa bajo la dominación alemana culminaron en su deportación masiva a los campos de exterminio, todos siniestros pero algunos especialmente como Auschwitz-Birkenau y Treblinka, ambos en Polonia. En 1941 el jovencísimo Alexis Weissenberg y su madre intentaron escapar desde Sofía, donde residían, a Estambul, llevando como único equipaje una pequeña bolsa con sus escasas pertenencias, unos bocadillos y un viejo acordeón que una tía había regalado a Alexis al conocer su habilidad como instrumentista, pues el joven recibió lecciones de piano desde los 3 años y con solo 10 ya dio su primer recital. La suerte les fue adversa porque fueron interceptados antes de poder cruzar la frontera turca. Fueron interrogados durante dos horas que se les hicieron eternas y trasladados a un campo de concentración improvisado a la espera de designarles un destino final, probablemente a los campos de la muerte polacos. Aquel campo improvisado se diferenciaba de otros ya establecidos en que aún no había torturas ni asesinatos a los allí internados quizás porque las órdenes desde Berlín no habían llegado aún hasta la lejana Bulgaria. Y quizás porque la siniestra "solución final" se diseñó en Wansee, en las afueras de Berlín, algo más tarde, en 1942, y así en 1941 aún no había tomado suficiente forma. En cualquier caso Alexis conoció enseguida la enorme afición por la música del oficial a cargo del campo de concentración y su predilección especial por Schubert. Todas las tardes el oficial le hacía tocar a Schubert en su viejo acordeón. En ocasiones acudía a oírlo sin musitar palabra, siempre con gesto adusto, marchándose con brusquedad después de oírle un rastro. Un caótico día el mismo oficial decidió llevar a Alexis y a su madre a la estación, meterlos en un tren a punto de partir y empujarles sus pertenencias por la portezuela. Cuando el tren ya arrancaba les tiró por la ventanilla el viejo acordeón, le dijo en alemán a la madre de Alexis "Viel Glück" (mucha suerte) y desapareció. Media hora más tarde el tren cruzaba la frontera turca donde nadie les importunó y ni siquiera les pidió el pasaporte. Nunca sabremos ni la identidad ni los motivos que pudieran explicar el inusual comportamiento del oficial, asumo que bávaro o más probablemente austriaco, por su afición al acordeón y a la música de Franz Schubert, héroe nacional en ese país centroeuropeo junto con Mozart: ¿le recordaba esa música de Schubert su infancia y su país de origen? ¿Veía en aquel adolescente de 12 años un gran genio musical en ciernes que había que proteger a toda costa? ¿Había podido la música del acordeón tocar algunas fibras de humanidad en aquel alma de pedernal?

Alexis Weissenberg emigró a Palestina en 1943 y después en 1947 a Estados Unidos y triunfó como pianista. Curiosamente, vivió cinco años en España, donde se casó con la historiadora Carmen de Reparaz, y sus dos hijas nacieron aquí. Una de ellas, María, trabajó en el Departamento de Comunicación del Teatro Real hasta su temprana muerte. Weissenberg visitó España muchas veces desde Suiza, su segunda patria como intérprete y como solista, siempre con grandes orquestas cosechando triunfos repetidos

Una situación muy parecida a la de Weissenberg la vivió el gran pianista judío polaco Wladyslaw Szpilman, concertista de la Radio de Polonia cuya vida fue trasladada al cine por Román Polanski en la película "El pianista" de 2002. En una de las escenas finales Szpilman (interpretado por Adrien Brody) tras perder a toda su familia exterminada en Auschwitz es recogido por unos vecinos y escondido en el ático de una casa deshabitada de la desierta y semidestruida Varsovia. En la planta baja, donde le habían prohibido bajar, un piano de cola le tentaba un día tras otro. Un día decide tocarlo y comienza a interpretar la "Balada número 1 en sol menor, opus 23" de Frédéric Chopin. Para su terror un oficial alemán oyó el piano, entró en la casa, le hizo una señal para que siguiese tocando, se sentó a oírlo y así un día tras otro. Al irse le dejaba comida, ropa o utensilios para su aseo personal. Finalmente, el oficial, del que se conoce el nombre, Wilm Hosenfeld, opuesto a las políticas de pureza racial del Reich, desaparece diciéndole al irse que es un gran admirador suyo y que lo oirá tocar de nuevo en la Radio polaca al final de la guerra. Finalmente Szpilman, tras no pocos avatares, es liberado por las tropas soviéticas, que capturan a su vez al oficial alemán, que acaba muriendo en un campo de concentración soviético en 1952 a pesar de las heroicos esfuerzos de Szpilman por liberarlo. Una vez más la música ha obrado un milagro parecido al del acordeón de Alexis Weissenberg.

Muchos otros, la mayoría, no tuvieron la suerte de Weissenberg y Szpilman. Seis millones de judíos, un millón de ellos niños, fueron exterminados a consecuencia de la política nazi de limpieza étnica. ¿Cuántos pianistas, músicos, profesores, científicos , escritores, empresarios, podrían haber salido de entre aquellos seis millones de inocentes convertido en cenizas únicamente por ser diferentes racialmente a la "pura" población aria? Estremece de horror pensarlo.

La tradición musical entre los judíos se remonta a miles de años Pero centrándonos en el piano eran o son judíos los grandes pianistas Arthur Rubinstein, Vladimir Horowitz, Emil Gilels, Martha Argerich, Radu Lupu, Vladimir Ashkenazi, Bela Davidovich, Elisabeth Leonskaya, André Previn, Andras Schiff, Eugeni Kissin, todos askenazis y los sefarditas Rosalyn Tureck y Murray Perahia entre otros muchos. Y eso sólo en pianistas porque violinista y directores de orquesta hay un ciento más.

En espacio de unos pocos días tenemos la oportunidad de oír en el Auditorio de Oviedo a dos grandes pianistas judíos procedentes de la extinta Unión Soviéticas: el gran Yefim Bronfman, el pasado 12 de febrero, y el maravilloso Grigory Sokolov, para mí y para muchos, el mejor pianista vivo, el 16 de febrero. No dejemos pasar esta oportunidad de oír a los más grandes entre los grandes y de recordar de paso el milagro que produjo un viejo acordeón en aquel campo de concentración búlgaro. Y es que hay poco que se resista a la buena música.

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