Opinión | A quemarropa

Crédulos, revoluciones y barreños

Juan Luis Fernández Martínez es catedrático de Matemática Aplicada

La credulidad es una trampa sutil pero peligrosa. Creer sin cuestionar convierte a las personas en presas fáciles de la manipulación, ya sea por parte de estafadores, políticos o incluso de la desinformación en redes sociales. Un crédulo no solo acepta cualquier historia sin pruebas, sino que también la defiende, propagando errores y falsas esperanzas.

Aunque parezca mentira, ocurrió en la universidad española cuando se hizo la transición al sistema de Bolonia: algunos profesores respiraban una efervescencia pedagógica que, esta vez sí, pretendía cambiar el mundo. Se escribieron en los muros las típicas frases fetiche motivadoras, al más puro estilo Mr. Wonderful, y como casi siempre, todo terminó en aguas de borrajas. No se dieron cuenta de que la verdadera revolución educativa la llevan a cabo las familias.

Algo similar ocurrió con el 11M y aquella pandilla de jóvenes, muchos de ellos provenientes de familias acomodadas, que quisieron cambiar el mundo… hasta que el mundo terminó cambiándolos a ellos y ellas. Porque, una vez que alguien mejora su estatus social, es muy duro ir a peor. Y entonces, donde dije "digo", digo "Diego", y punto-pelota. Si nuestras abuelas los escucharan, les dirían con suma calma y respeto, que la mayor revolución del siglo XX fue tener agua en casa y no tener que ir a lavar al río cargando con el barreño encima de la cabeza.

En definitiva, no se trata de desconfiar de todo, sino de pensar con criterio. El escepticismo bien dirigido es una herramienta esencial para navegar en un mundo lleno de intereses ocultos y de verdades a medias. Al final, no hay nada peor que un crédulo (o un grupo de ellos constituido en secta), porque su ingenuidad no solo lo perjudica a él, sino que también puede arrastrar a los demás.

¡Bienvenidos a la soledad de un mundo analizado con criterio!

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