Opinión

La nueva realidad

Las enseñanzas de una crisis que ha de mantenernos alerta

A la mala noticia de que el tiempo vuela, se contraponía la buena de que nosotros somos los que lo pilotamos… hasta que hace cinco años este aforismo se estrelló con la pandemia. Afortunadamente, hubo muchos más supervivientes que fallecidos, pero cada uno de nosotros -la humanidad al completo- dejamos de gobernar tanto nuestra vida individual como la colectiva. Y todo, a causa de un minúsculo bichito que colonizó la agenda de este planeta. Más que al baúl de los recuerdos familiares, aquel tiempo detenido ha pasado al de las experiencias excepcionales e históricas de nuestro particular cuaderno de bitácora. Otra cosa es que hayamos aprendido algo de todo ello: ¿Somos una sociedad distinta? ¿Tomamos decisiones diferentes desde aquella prueba de fuego?

Una persona para mí entrañable me recuerda que somos, ni más ni menos, lo último que hacemos. Un resumen diario que no siempre coincide –por supuesto– con lo que ansiamos y que niega cualquier pleitesía a la trayectoria y al pasado. Con la covid-19 se hace imposible el olvido porque, por su culpa, nos convertimos en un monumental daño colateral, en un juguete en manos de un organismo invisible al que la ciencia, de cualquier forma, logró acorralar con razonable rapidez, aunque no sin pocos apuros. Durante muchos meses fue el virus el que nos puso a los humanos bajo el microscopio y no al revés. Dicho esto, y con permiso de los admirados profesionales de la investigación, resulta imposible borrar de la memoria aquellos días en los que fuimos más diminutos que nunca, improvisando una existencia en un mundo que creíamos organizado. Sí, la huella la llevaremos oculta para siempre bajo nuestra piel de manera imperceptible, porque recónditas son las dudas, incertidumbres y angustias que cada uno llevamos dentro.

Durante meses fue el virus el que nos puso a los humanos bajo el microscopio y no al revés. Aquellos días fuimos más diminutos que nunca

Aunque probablemente sea muy exagerado afirmar que la pandemia nos cambió para siempre, tampoco es que hayamos empezado de cero a partir de entonces. Ni somos más comunitarios ni tampoco más solidarios, pero sí quedó entre nosotros, como un estigma, la provisionalidad y fragilidad de todo lo que nos rodea. Una especie de carga viral que afectó a toda la pirámide social y que nos puso frente al espejo de nuestra propia libertad.

Las apliquemos o no, cinco años después extrajimos algunas enseñanzas, como pueden ser las del papel de nuestros mayores, el concepto del interés común o el mayor aprecio por el sistema sanitario. Sin embargo, la nueva realidad deja todos estos avances en entredicho, porque viene acompañada de otro tipo de colapsos, en este caso más propios de la ambición humana. Hablamos no de virología, sino de geopolítica, para la que no hay inmunidad posible. En el fondo -y en la forma- la voracidad egoísta del hombre es la que predomina cíclicamente desde hace siglos, no se sabe si más peligrosa, pero seguro que tanto o más que el coronavirus, ya que gira sobre el eje de la fragilidad. De hecho, en muchos casos, se basa en hacernos fuertes frente a los débiles pero sumisos con los poderosos.

Somos nosotros, cuando nos radicalizamos, nuestro peor enemigo; contradictorios hasta la polarización y capaces de lo mejor, pero también de lo peor. Científicos y a la vez guerreros, inseguros e implacables al mismo tiempo; inventores de vacunas y negacionistas de sus mismos efectos benéficos.

Si queremos hacer una reflexión crítica del mundo globalizado, probablemente haya que poner bajo el microscopio al inquietante mundo de las ideas, tanto de las nuevas como de las viejas. Dar una vuelta de manivela a todo antes de que venga otra pandemia y nos pille desprevenidos. Somos los únicos seres racionales del planeta, sí, pero descoordinados y en confrontación constante damos tanto miedo como lástima. Un lustro después de aquel escarmiento epidemiológico que trajo millones de muertos, debemos de seguir alerta inmunizándonos de las incongruencias humanas, que pueden llegar a superar con creces la devastadora acción del más dañino de los virus.

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