Opinión | Un asturiano en Londres
"Brave new world": réquiem por la democracia
Un llamamiento a actuar ante el populismo que amenaza la libertad, el pluralismo y la tolerancia
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el mundo ha operado bajo un marco de normas democráticas, derechos humanos y cooperación internacional que, aunque imperfecto, ha servido de baluarte contra los excesos autoritarios. Hoy, ese orden está en jaque. No se trata de una simple erosión gradual, sino de una ruptura radical con las reglas establecidas hace más de setenta años. Asistimos al reemplazo progresivo de las democracias tradicionales por sistemas basados en la vigilancia masiva, el populismo exacerbado y la instrumentalización del concepto de seguridad para justificar el control absoluto.
Según la organización Freedom House, llevamos 18 años consecutivos en los que la democracia retrocede globalmente. Actualmente, solo un 20% de la población mundial vive en países considerados plenamente libres, mientras que casi el 38% está bajo regímenes autoritarios declarados. El Índice de Democracia del Economist Intelligence Unit coincide: menos del 8% de la población global vive en democracias plenas, mientras cerca del 40% lo hace bajo gobiernos autoritarios. El prestigioso instituto V-Dem alerta de que el 72% de la humanidad vive hoy bajo algún tipo de autoritarismo, regresando así a niveles democráticos de 1986.
La legitimidad democrática en jaque. Este ascenso global de líderes autoritarios está redefiniendo dramáticamente la relación entre poder y ciudadanía. Hungría, bajo Viktor Orbán, ejemplifica esta compleja dinámica. Con más de una década en el poder, Orbán ha logrado ciertos éxitos económicos, como la reducción de deuda pública, estabilidad fiscal y políticas familiares efectivas, lo que explica parcialmente su popularidad interna. Sin embargo, estos logros vienen acompañados de graves retrocesos democráticos, como la reciente prohibición del Orgullo LGBTQ+ (¿qué vendrá después?) y la vigilancia tecnológica masiva de activistas opositores, señales inequívocas de un régimen que preocupa profundamente a la Unión Europea.
En Turquía, la reciente detención del alcalde de Estambul, Ekrem İmamoğlu, justo antes de ser nominado candidato presidencial opositor, es otra clara muestra de cómo el aparato judicial se usa sin escrúpulos para silenciar rivales políticos. Protestas masivas en Estambul reflejan la creciente inquietud ciudadana frente a esta erosión democrática liderada por Erdoğan.
Estados Unidos, por su parte, experimenta una crisis democrática paralela, acelerada por el regreso de Donald Trump al poder. Trump erosiona sistemáticamente la independencia judicial, intenta destituir jueces críticos con su administración y promueve una educación "patriótica" que reprime el pensamiento crítico. Su gobierno además incorpora figuras tecnocráticas no electas como Elon Musk, cuya influencia política avanza sigilosamente, mientras Trump da la espalda a aliados democráticos tradicionales (Canadá, México, Europa) para privilegiar relaciones con autócratas como Putin.
El poder como arma de control. Más allá de fronteras nacionales, el autoritarismo se convierte en política internacional. En Israel, Netanyahu intensifica los ataques sobre Gaza a pesar del alto al fuego y destituye al jefe del servicio de seguridad interna, generando protestas multitudinarias en Tel Aviv y acusaciones de priorizar intereses personales sobre la seguridad nacional.
Si no reaccionamos ahora, con determinación y coraje, la democracia dejará de ser nuestro sistema político para convertirse en un simple recuerdo
En Rusia, Vladimir Putin usa falsos "ceses al fuego" en Ucrania como estrategia para consolidar ganancias territoriales. Putin ha debilitado todas las instituciones democráticas internas, modificando la constitución para mantenerse en el poder potencialmente hasta 2036, reprimiendo brutalmente a la oposición y controlando férreamente medios de comunicación y procesos electorales.
En China, Xi Jinping consolida el mayor poder personal desde Mao, suprimiendo límites constitucionales a su mandato, instaurando un sistema de vigilancia tecnológica totalitaria y reprimiendo brutalmente a minorías étnicas, como ocurre con los uigures en Xinjiang.
Estos regímenes suelen acompañarse de costos económicos y sociales profundos. Turquía, bajo Erdoğan, sufre crisis económicas recurrentes, inflación galopante y empobrecimiento generalizado. Venezuela, bajo Maduro, atraviesa un colapso económico sin precedentes, generando la migración forzada de casi 8 millones de ciudadanos. La corrupción endémica, facilitada por la ausencia de transparencia democrática, agrava la pobreza y la desigualdad en estos países.
Un orden internacional en crisis. La arquitectura global creada para proteger la democracia se muestra impotente frente a esta marea autoritaria. La Unión Europea fracasa en controlar efectivamente a líderes como Orbán, mientras Estados Unidos abandona progresivamente su papel tradicional de defensa democrática global bajo la gestión errática y autoritaria de Trump. Organismos internacionales como Naciones Unidas y la OEA, aunque han intentado actuar contra ciertos regímenes autoritarios (Nicaragua, Venezuela, Rusia), a menudo se quedan atrapados en declaraciones simbólicas, sin mecanismos eficaces de presión.
La historia muestra que ninguna oleada autoritaria es irreversible. Casos recientes en Polonia, Brasil y algunos países africanos muestran que movilizaciones ciudadanas coordinadas, apoyadas por presión internacional, pueden revertir parcialmente estas tendencias. Sin embargo, mientras persistan crisis económicas, pandemias, inseguridad y desinformación, la tentación de recurrir al autoritarismo seguirá fuerte. La democracia no muere de un día para otro, sino lentamente, alimentada por indiferencia y complacencia.
Nos encontramos en un momento crítico de la historia contemporánea. El orden democrático surgido tras la Segunda Guerra Mundial fue un intento serio por alejar al mundo del caos y la barbarie del totalitarismo. Hoy, este orden agoniza bajo el peso creciente de líderes autoritarios que ofrecen respuestas rápidas a problemas complejos, sacrificando libertades, dignidad humana y el Estado de derecho en nombre de la seguridad, el nacionalismo o una prosperidad ilusoria.
Tal vez hayamos cruzado ya un punto de no retorno, precisamente porque nunca defendimos con suficiente firmeza aquello que creímos eterno. Asumimos ingenuamente que la democracia se mantendría por sí sola, como si su supervivencia no requiriera nuestro esfuerzo constante. Ahora, las consecuencias de esta indiferencia se materializan ante nuestros ojos con una crudeza demoledora: estados de vigilancia, manipulación judicial, represión a la disidencia y la eliminación brutal de alternativas políticas reales.
Quizá este retroceso no sea temporal ni fácilmente reversible, porque las libertades, una vez arrebatadas, rara vez se recuperan sin un alto coste humano. Lo que tarda décadas en construirse puede perderse en cuestión de años, incluso meses. Si no reaccionamos ahora, con determinación y coraje, la democracia dejará de ser nuestro sistema político para convertirse en un simple recuerdo: un triste testimonio en los libros de historia, mencionado con nostalgia por generaciones que nunca conocerán la libertad que alguna vez tuvimos en nuestras manos, y que dejamos perder por indiferencia o complicidad.
La democracia no es eterna. Su supervivencia depende enteramente de nuestra capacidad para defenderla frente a quienes buscan desmantelarla. De lo contrario, estaremos condenados a contemplar, impotentes, cómo nuestra libertad se desvanece lentamente frente a nuestros ojos.
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