Opinión
"El mundo nos roba": la gran mentira del Liberation Day
Estados Unidos se beneficia ampliamente del sistema comercial global que hoy critica
Cuando Donald Trump anunció con gran pompa el llamado Liberation Day el pasado 2 de abril de 2025, parecía que bastaba con decirlo para que, mágicamente, se resolvieran todos los males económicos de Estados Unidos. En apenas cinco días, él y su equipo proclamaban a bombo y platillo que sus medidas ya habían fortalecido la industria nacional y devuelto la gloria perdida a América. Como si los efectos económicos se manifestaran por decreto presidencial. Como si el simple anuncio ya garantizara su éxito inmediato.
Y cuando, inevitablemente, la realidad golpea con fuerza, revelando el fiasco monumental, Trump recurre a su táctica favorita: negar cualquier responsabilidad, tergiversar los datos y culpar a todos menos a sí mismo. A veces lo disfraza de "técnica de negociación", como si las pérdidas multimillonarias en pensiones, fondos de inversión y ahorros personales fueran parte de una partida de póker geopolítico.
Trump no concibe la presidencia como una institución democrática limitada por equilibrios y contrapesos, sino como una prolongación de su ego. De ahí su obsesión con los aranceles: una herramienta que puede aplicar sin necesidad del Congreso ni del Senado. Una orden ejecutiva y listo. Castiga, amenaza y presume. Siempre en primera persona: "Yo decido", "Yo impongo", "Los países me llaman". Nunca "nosotros", nunca "Estados Unidos". Siempre él. Su célebre frase de campaña "Only I can fix it" cobra aquí todo su sentido… aunque, como tantas veces, quien rompe el jarrón es él mismo.
Los nuevos aranceles, de entre el 10% y el 50%, se impusieron a la mayoría de los países del mundo, muchos de ellos aliados históricos e incluso algunos deshabitados. ¿La lógica detrás? Un cálculo tan rudimentario como inquietante: dividir el déficit comercial de EEUU con un país por el total de importaciones de ese país a EEUU, y aplicar la mitad del resultado como tarifa. Así, Vietnam recibió un arancel del 46% pese a que sus aranceles medios rondan el 5%. Japón, un 24%. Y la Unión Europea, un 20%.
Este método, criticado por economistas de todas las corrientes ideológicas, no considera ni las barreras no arancelarias, ni los flujos de inversión, ni los servicios, ni las cadenas de valor globales. Como dijo James Surowiecki, autor de "The Wisdom of Crowds", es "matemáticamente absurdo y económicamente peligroso".
La obsesión de Trump y su asesor Peter Navarro –un economista desacreditado que reconoció haber inventado fuentes en sus libros– parte de una interpretación errónea: que el déficit comercial es un robo. Pero un déficit no es una deuda ni una trampa. Es, en la mayoría de los casos, reflejo de una economía que importa porque puede, porque sus consumidores lo demandan, o porque producir localmente ciertos bienes no compensa.
Tomemos Vietnam: exporta a EEUU equipos electrónicos, calzado, muebles y ropa. No porque "robe", sino porque EEUU ha optado –racionalmente– por no producir esos bienes básicos. ¿Por qué fabricar zapatos o microondas si puedes concentrarte en IA, biotecnología o semiconductores? Eso no es debilidad, es eficiencia. Eso es progreso.
Desde la Casa Blanca y los círculos MAGA se defiende esta política arancelaria con un argumento tan sencillo como engañoso: Estados Unidos ha sido víctima durante décadas de acuerdos comerciales desiguales que han favorecido a sus socios en detrimento de su clase trabajadora. Según esta narrativa, los aranceles no solo corrigen ese desequilibrio, sino que devuelven el poder de negociación a Washington y reactivan el empleo industrial.
Pero esta visión omite que muchos de esos empleos se perdieron por avances tecnológicos más que por competencia extranjera, y que imponer aranceles no garantiza su recuperación, sino que eleva los costes de producción y consumo dentro del propio país.
El resultado de este delirio ha sido inmediato: los mercados reaccionaron con pánico.
Aunque en los días posteriores algunas bolsas asiáticas y los futuros estadounidenses mostraron ligeras señales de recuperación, impulsadas por la expectativa de posibles negociaciones multilaterales, la volatilidad se mantiene alta. La administración Trump, lejos de retroceder, ha reafirmado su compromiso con los aranceles, negando incluso efectos negativos como la inflación. China, por su parte, ha respondido con firmeza, prometiendo "luchar hasta el final" y preparando medidas de represalia ante lo que considera un ataque injustificado. Europa se lo está pensando.
Según datos de Reuters y Bloomberg, desde el anuncio del Liberation Day:
–Wall Street ha perdido más de 11 billones de dólares en valor bursátil. El S&P 500 cayó un 12%.
–Europa: el índice paneuropeo STOXX 600 cayó un 4,5% y se encuentra en su nivel más bajo en 16 meses.
–Asia: el Nikkei 225 se desplomó un 16%, y el Hang Seng de Hong Kong, un 13%, borrando todas las ganancias del año.
El impacto global estimado en pérdida de valor bursátil supera los 15 billones de dólares. Una catástrofe sin precedentes reciente, provocada no por una pandemia ni una guerra, sino por el capricho unilateral de un solo hombre.
Trump defiende estas tarifas bajo el principio de "reciprocidad", pero no ha igualado aranceles producto por producto, ni ha buscado establecer reglas comunes. En su lugar, ha impuesto castigos matemáticos arbitrarios, confundiendo balanza comercial con justicia económica. Y lo más irónico: muchos de los países que ha sancionado ya aplicaban tarifas más bajas que EE.UU.
Detrás del gesto populista hay una verdad incómoda: el proteccionismo no crea empleos duraderos. Aumenta los costes para consumidores y empresas, desincentiva la innovación y termina por perjudicar precisamente a quienes dice proteger. Basta mirar la historia: la Ley Smoot-Hawley de 1930 agravó la Gran Depresión y provocó represalias en cadena. Hoy, la película se repite con un nuevo protagonista, pero el guion es igual de peligroso.
El déficit no es un robo.
La narrativa de que "el mundo nos roba" es infantil. Estados Unidos no solo sigue siendo la primera economía del mundo, sino que además diseñó –y se beneficia ampliamente de– el sistema comercial global que hoy critica: controla el dólar, domina las infraestructuras financieras internacionales (SWIFT, FMI), lidera en tecnología, atrae capital extranjero y emite la moneda de reserva mundial. Su déficit comercial es estructural, sí, pero también es reflejo de su fortaleza y de su inmenso poder adquisitivo. No es un robo. Es un síntoma de éxito.
Trump necesita enemigos. La inmigración, los medios, la ciencia, la globalización. Las guerras comerciales son perfectas para él: generan titulares, dividen al país y refuerzan su personaje. No necesita sangre ni soldados: solo miedo y victimismo.
Y en ese escenario, él se erige como el salvador solitario. Pero no es un salvador. Es un pirómano económico que, creyéndose bombero, se graba lanzando gasolina y se proclama héroe por apagar las llamas que él mismo provocó.
El Liberation Day no liberó a nadie. Solo confirmó lo que muchos ya sabíamos: que Trump no busca una política económica coherente, sino consolidar su dominio personal sobre la economía. No es estrategia, es vanidad ejecutiva. Y al final, cuando el humo se disipe, se mirará al espejo, y éste –como en un episodio perdido de "The Apprentice"– le devolverá la frase que tanto teme:
"You’re fired".
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