Opinión
A propósito de Negrín
Sobre el exiguo epitafio que reza en la tumba del político republicano y la persecución maniática a la que el franquismo le sometió
La tumba en la que está enterrado Juan Negrín, en el cementerio parisino de Père-Lachaise, es humilde, discreta, casi se podría decir que premeditadamente clandestina. Su nombre no aparece sobre la lápida, ni sobre el pedestal o el zócalo. Nada. Lo hace en un lateral y solamente con sus iniciales J. N. L., las fechas de nacimiento (3 de febrero de de 1892) y fallecimiento (12 de noviembre de 1956) y, a continuación, las iniciales de su compañera sentimental F. L. de D. P., Feliciana López de Dom Pablo. Una bandera republicana que alguien desplegó sobre la lápida, unos guijarros, un billete de metro desvaído, un joven olivo a sus pies y unas flores marchitas la recubren. Ninguna referencia al cargo y la personalidad. Nada. Los restos mortales del que fuera último Presidente del Gobierno de la Segunda República española descansan eternamente ajenos a la notoriedad.
Desde la Fundación Juan Negrín de las Palmas de Gran Canaria, su ciudad natal, su director, José Medina, me cuenta que tan exiguo epitafio había sido decisión expresa del interesado. Sencillamente quería pasar desapercibido y más allá de su extraordinaria personalidad política y científica su única aspiración en el final de sus días era convertirse en el "ciudadano Negrín".
Pero esa decidida intención de buscar el anonimato no fue solo cosa suya. La dictadura del General Franco, por razones diametralmente contrarias, también la promovió. Me explico con una historia. En diciembre de 2007 coincidí –solo tres semanas antes de su fallecimiento– con Ángel González, el célebre poeta asturiano, en un acto en Madrid. Al terminar Ángel, con el que me unía una reciente amistad forjada casualmente durante una larga espera en la sala de embarque de un aeropuerto, me propuso que nos fuéramos a tomar una copa a un local –no me acuerdo cómo se llamaba–, creo recordar que en la calle Jorge Juan –o José Abascal, no recuerdo–, donde tenía una tertulia de coetáneos. Nos fuimos enredando y lo que se había propuesto en singular se convirtió en plural. Yo estaba fascinado con aquel geriátrico de divertidos amigos de Ángel que desgranaban anécdotas de sus mejores tiempos vitales y profesionales.
El deseo fratricida de condenar permanentemente al olvido la memoria del enemigo batido, desterrado, fallecido, seguía vivo entre los responsables de la dictadura
Uno de los amigos de Ángel –no recuerdo su nombre–, que había sido durante el tardofranquismo director de uno de los grandes periódicos –no me acuerdo cuál–, tomó la palabra para contarme que durante la dictadura, para quitarse el tedio de la censura y las limitaciones informativas a las que veían sometida su profesión, no perdían ocasión de porfiar y lanzar alguna pulla al régimen. Le pedí que aclarara qué era una "pulla al régimen" y que pusiera un ejemplo. Y así lo hizo.
Por lo visto en los primeros años 70 había llegado a la redacción del periódico un joven periodista canario de apellido Negrín y de nombre Juan. El director le pidió que escribiera una columna y que la firmara como Juan Negrín. A primera hora de la mañana en que salió publicado el artículo sonó el teléfono en el despacho del director. Era el almirante Luis Carrero Blanco, entonces Presidente del Gobierno, preguntando por el articulo del joven periodista canario. La conversación fue más o menos del siguiente tenor:
–Te llamo por qué el Caudillo se ha interesado –por lo visto era una fórmula utilizada a menudo para intimidar aún más si cabe– por un artículo que publicas hoy y que firma un tal Juan Negrín. ¿Quién es?
–¡Ah! Sí. Es un joven talentoso que acabamos de incorporar a la plantilla. ¿Hay algún problema con el artículo? –respondió el director.
–No, no, en absoluto. El artículo está bien. Sin problema. Lo que quería saber es cómo se llama el periodista. Me refiero a su nombre completo.
–Juan Carlos Fernández Negrín –contestó. (No recuerdo si ese era el nombre, pongamos que sí.)
–¡Perfecto! –dijo Carrero con el tono que emplearía alguien que acaba de encontrar la solución, el Eureka–. Pues a partir de mañana que se olvide de firmar como Juan Negrín y que lo haga como Carlos Fernández.
La memoria de Negrín, del enemigo batido, desterrado, fallecido y el deseo fratricida de condenarlo permanentemente al olvido seguía vivo entre los responsables de una de las mayores atrocidades genocidas que haya vivido nuestro país. Negrín el humanista, el científico, el político de alma republicana, el destacado representante de la Institución Libre de Enseñanza, el maestro del premio Nobel, Severo Ochoa, y de Francisco Grande Covián –otros dos ilustres asturianos– fue perseguido hasta la eternidad. Y esa maniaca persecución alcanzó también a aquellos que, por la coincidencia de apellido, tenían que ocultar su nombre.
Como no me gustaría finalizar esta historia de fondo cierto y de forma confusa –especialmente en lo relativo al nombre del periódico, de su director y del joven periodista canario de apellido Negrín, entre otros olvidos– ruego al lector que pueda completarla que se lo comunique al director de este periódico que amablemente la publica. Ah! Y para los que quieran saber quién fue realmente, qué dijo, qué escribió, qué hizo, el ciudadano, el humanista, el político, el socialista y el científico Juan Negrín les sugiero que visiten la magnífica exposición que la Fundación que lleva su nombre tiene en Las Palmas.
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