Opinión
Regulación o libertad
La seguridad es cara e incómoda, ¿cuánta queremos y cuántos accidentes vamos a tolerar?
A unos kilómetros de Santa Cruz, en la costa escarpada, una urbanización de casas altas pone sus raíces en la pequeña franja litoral y crece como altos árboles. A unos edificios se accede desde la ladera mediante pasarelas, otros tienen sus cimientos en la ladera. Un conjunto heteróclito compitiendo por las vistas al mar. Unos cientos de metro al noreste creció orgánicamente un asentamiento irregular de casas modestas que aprovechan las irregularidades de las rocas volcánicas para buscar asiento, dejando entre ellas un dédalo de callejuelas con escaleras, rampas de hormigón a veces cubiertas con restos de baldosas, pasadizos y pequeños balcones al mar. Todo un muestrario de la reutilización de materiales de manera casual de un kitsch ingenuo. En el pueblecito, reina una especie de armonía dentro del caos, las casas se integran en la ladera, la embellecen; en la urbanización el caos está aparentemente planificado. Podría ser un ejemplo de los límites y consecuencias de la planificación: sin ella el resultado es amable; con ella, una agresión al paisaje: sin ella, el diálogo constructivo y con ella, la negación de la naturaleza.
El cambio en casi todo el mundo se produce cuando crecen desordenadamente la riqueza y el poder constructivo. España es un buen ejemplo. La destrucción de la costa y la desfiguración de esas ciudades amables, dignamente pobres, que ahora son un atractivo turístico una vez recuperadas.
Para evitar esos y otros disparates de la iniciativa no moderada, se desarrolló un mar de leyes, reglas y regulaciones. Esfuerzos por gastar bien que pueden conducir a la parálisis por el análisis. A la vez, crecieron grupos de interés que vigilan, litigan, exigen y, como consecuencia, se desarrollaron formas de consulta, de participación. Una selva burocrática impide o coarta la creatividad como la que, de manera espontánea, colectiva, se observa en el pueblecito de chabolas a la orilla del mar. Los países, cuanto más desarrollados, más reglas.
La tensión entre regulación y desregulación está más que nunca en la actualidad política. Los demócratas americanos atribuyen parte de su descrédito con los electores a las dificultades para llevar a cabo su ambicioso programa de modernización y transformación. Apenas pudieron ejecutar lo presupuestado, paralizados por las reglas, consultas a los afectados, interminables laberintos burocráticos. Ni siquiera proyectos tan claros como los acuerdos de precios de medicamentos con la farmaindustria se materializaron: serán efectivos en 2026 para crédito de Trump. Él, aprovechando el poder que le da la presidencia, ha roto, sorteado, declarado inútiles un bosque de reglas que le impedían llevar a cabo sus proyectos.
Cuando ocurren las desgracias todos miran al gobierno, a los responsables de la seguridad, y les acusan de relajar la vigilancia o de excesiva laxitud en las reglas, regulaciones y controles. En sanidad los ejemplos son dolorosamente elocuentes.
Queremos seguridad en los alimentos. A principios de la década de 1980 una empresa importó aceite de colza. Lo desnaturalizó de manera que no siendo apto para consumo humano pagaba menos impuestos. Tras refinarlo lo introdujeron en la cadena alimentaria, aprovechando la poca vigilancia en la distribución ambulatoria. Se vendía en garrafas, al principio en el cinturón de Madrid donde las apreturas económicas inclinan a las amas de casa a comprar barato. Fue una catástrofe sanitaria. Más de 20.000 afectados y 11.000 muertos. El mercado, sin reglas, sin estrictas regulaciones, controles y vigilancia, puede ser muy dañino por la codicia desalmada, como en este caso, y por la ignorancia.
En la década de 1950 se comercializó la talidomida, un fármaco vendido como seguro para las embarazadas y eficaz para evitar los vómitos, además de tener propiedades sedantes. Poco tiempo después se produjo una epidemia de niños nacidos con defectos en brazos y piernas. Entonces se supo que la talidomida interfiere en su desarrollo. Se calculan unos 20.000 afectados. España tardó en reaccionar, se retiró en 1962, ya había unos 3.000 niños y niñas con brazos o piernas medio amputadas. En EEUU no se comercializó porque la potente FDA no lo aprobó. Una agencia reguladora que está ahora en peligro. Se quiere favorecer la industria farmacéutica que se queja de las dificultades, tiempo y dinero que cuesta poner un fármaco en el mercado.
Las muertes por errores médicos constituían, en un estudio que produjo alarma internacional, la tercera causa de muerte en EE.UU.: equivocaciones diagnósticas, terapias inadecuadas, infecciones adquiridas en el hospital… ¿Cuánto es prevenible con más regulación, con más vigilancia?
Se puede. Dinamarca que ha desarrollado un ambicioso programa bastante eficaz. Exige invertir en educación, formación y sistemas de vigilancia y control. Hay que fomentar una cultura de seguridad y no culpabilidad: mejora continua basada en pruebas. Facilitar la comunicación electrónica y anónima de accidentes y efectos adversos. Establecer protocolos y procedimientos con listas de chequeo obligatorio. Aprovechar la digitalización de la historia clínica para evaluar la práctica clínica complementado con auditorias regulares. Y fomentar la participación de la sociedad: pacientes, familiares, personas interesadas, asociaciones. Todo ello trae una enorme carga burocrática que lleva tiempo y coarta la libertad del médico. Inmerso en ella, muchas veces percibe que no puede responder a las particularidades de su paciente. La seguridad es cara e incómoda. Cuánta queremos y cuántos accidentes estamos dispuestos a tolerar…
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