Opinión
Las periferias también estaban dentro
Muchas veces se ha dicho en los últimos doce años, y más se repetirá estos días, que Francisco ha querido llevar el mensaje cristiano a las "periferias" del mundo, entendidas como las realidades más golpeadas por la miseria material. Y es innegable que el argentino, muy influenciado por el adverso contexto socioeconómico de su país de origen, ha insistido en el imperativo evangélico de ayudar al pobre, al emigrante, al sintecho, al exiliado por la guerra o el hambre. Del mismo modo, también ha cargado contra un sistema económico que considere la riqueza como un fin en sí mismo y –algo que resuena especialmente en plena carrera armamentística de Europa– contra "las guerras que se hacen para adorar al dios dinero".
Pero Francisco también ha advertido de otras "periferias": las situadas dentro de la propia Iglesia. El Papa ha arremetido contra el catolicismo "narcisista", "mundano"y "autorreferencial"; aquel tan encerrado en sus propios muros endogámicos que no produce obras fértiles y que con frecuencia cae en el mismo fariseísmo de las élites religiosas contra las que advertía el propio Jesucristo.
Quizá en estos aspectos el pontificado de Francisco, sobre todo en sus primeros pasos, contrastaba con el de su predecesor, Benedicto XVI, un sólido intelectual alemán que se enfocó en el mundo de las ideas enarbolando la lucha contra la "dictadura del relativismo". Por eso, tal vez, el mensaje de Francisco no ha despertado tanto entusiasmo entre los católicos de las materialmente desarrolladas sociedades occidentales, más dedicados en las últimas décadas al estudio y debate de cuestiones intelectuales, teológicas o morales (es decir, a las obras de misericordia espirituales, como "enseñar al que no sabe"), que en las corporales ("dar de comer al hambriento, dar posada al peregrino…"). Más aún cuando buena parte de esos ámbitos han estado muy influenciados por la batalla de San Juan Pablo II contra la opresión comunista, heredando así una visión un tanto politizada del catolicismo, alineándolo con ideologías como el liberalismo económico y advirtiendo un subtexto marxista en el magisterio de Francisco.
Francisco, de marxista, nada. Como tampoco era "neocon" Juan Pablo II ni fundamentalista Benedicto XVI. Ninguno de los tres papas que hemos conocido los de mi generación se ha apartado un ápice del Catecismo, de la Tradición ni de la Doctrina Social de la Iglesia. "El catolicismo —me explicó un día una persona sabia— es como una de esas bolas de espejos de las antiguas discotecas; emite multitud de destellos diferentes, pero todos proceden de la misma luz". Cosa distinta es que, en una sociedad poscristiana en la que las ideologías funcionan como religiones sustitutivas o sucedáneas, cada una quiera fichar al papa de cada momento como su portavoz estrella. Y no es así, no puede ser así. El Evangelio trasciende esas banderías humanas. Con Francisco también lo han intentado, pero el paso del tiempo y el estudio sereno de su papado acreditarán que fue, como él decía, "un pastor con olor a oveja". Y que, por tanto, trataba de espantar a los lobos de fuera y a los de dentro.
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