Opinión

Un pastor humilde

Hay tiempos en los que la Iglesia se hace fortaleza, y otros en los que se hace casa de todos. El pontificado de Francisco ha escogido lo segundo. Ha abierto ventanas, ha corrido las cortinas, ha encendido lámparas de misericordia. En un mundo herido, ha preferido hablar bajo y abrazar mucho. Ha puesto la cercanía y la humanidad en el centro de su magisterio, y eso no ha pasado desapercibido.

Desde el inicio, eligió el nombre de un santo pobre. Con gestos pequeños -como renunciar a los apartamentos pontificios o llamar por teléfono a desconocidos- ha mostrado que la humildad no es estrategia, sino estilo evangélico. No es que no pueda hablar con autoridad, es que ha querido que su autoridad nazca del ejemplo y no del trono.

Su impulso por la reforma de la Curia Romana no busca simplemente eficiencia. Quiere una Iglesia más ligera de equipaje, menos obsesionada con el control y más atenta a la voz del Espíritu. Algunos se incomodan; otros se sienten por fin reconocidos.

En el centro de su mirada están siempre los últimos. Los emigrantes, los descartados, los que no tienen lugar. Su constante llamada a la acogida y a la hospitalidad nos recuerda que el Evangelio no se defiende en debates, sino en gestos de servicio.

Y sin embargo, en medio de tanta ternura, hay ruido. Algunos critican lo que perciben como permisividad hacia los homosexuales o su diálogo con ciertas ideas de la cultura woke. Se escandalizan de que el Papa hable con un vocabulario sencillo, incluso flojillo para quienes aman la precisión dogmática. Pero quizás lo que hay detrás de ese lenguaje llano es la intención de tocar corazones, no de arrasar con argumentos.

Mirando al horizonte del Año Jubilar, Francisco no propone grandes fastos, sino una llamada a volver a la conversión del corazón, a redescubrir la belleza del perdón, la necesidad de una fe encarnada, abierta, disponible.

No todos lo entienden. Algunos se resisten. Pero su manera de pastorear está en línea con una tradición olvidada: la del Buen Pastor que conoce a sus ovejas, que carga con las heridas, que busca más cuidar que juzgar.

Francisco es un hombre de fe. No es un gestor. Es un sembrador. Y en este mundo tan necesitado de sentido, su figura, a veces incomprendida, sigue siendo una lámpara encendida en este viejo y pícaro mundo.

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