Opinión
Botellones de prao
Una peligrosa deriva en algunas tradicionales romerías regionales
Los asturianos no somos de dejar pa prao las fiestas de prao. Las agendamos primorosamente, al constituir para muchos un antes y después en el año. Conozco a quien tacha los días que quedan como si estuviera encarcelado. Y a otros que conservan el chándal de su primera jira, que siguen poniéndoselo pese a los michelines y la edad. Como se demostró en la pandemia, la suspensión de estas celebraciones populares provoca bajonazos considerables, porque Asturias no se explica sin sacar al santo y terminar la jornada con una verbena amenizada por vistosas orquestas gallegas o melancólicos dúos con acordeón.
Aunque la fórmula clásica permanezca intacta, y continúe encandilando a las nuevas generaciones, hay que reconocer que estos festejos están experimentando cambios. Quizá el más relevante sea su progresiva conversión en macrobotellones. Esta sociedad hipercontroladora sobre lo que debemos o no hacer, que lleva el cuidado de la salud a límites exagerados, mira sin embargo para otro lado cuando se trata de estos nocivos bebercios multitudinarios organizados tantas veces por las propias administraciones. Del típico bar de la fiesta con sus entoldados que había que pinchar para desaguar al llover, y en el que te podías tomar tan ricamente unos vinos o sidras, hemos pasado en bastantes casos a una simple y llana mamadera colectiva, como dicen por América.

Botellones de prao. / LNE
Existen, incluso, conocidas citas en el calendario festivo especializadas en eso mismo, en las que miles de zombis vagan groguis por el prao desde primerísima hora. Como el protocolo solo exige en estas farras pillarse un mayúsculo colocón, extraña que fundan un dineral en amenizarlos con costosos grupos musicales, cuando con un par de bafles reproduciendo ensordecedores chirridos bastaría.
El mayor peligro es que nuestras legendarias fiestas de prao se contaminen de esta deriva macrobotellónica. Por eso hacen bien los organizadores de algunas en controlar lo que se introduce en bolsas en los recintos feriales, no solo por motivos sanitarios, sino también de seguridad. O de elemental convivencia: no puede haber nada más molesto que ir a disfrutar de una romería con los tuyos y tener que soportar allí al petardo de turno dándote la vara con una curda de campeonato. Y no digamos si como él está hasta el apuntador.
De todas maneras, quedan infinidad de festividades que mantienen sus esencias. Que convocan en la capilla a unas muchedumbres emperifolladas que, tras la solemne procesión del patrono, se aprietan un vermutín antes de la gran pitanza anual. Y, después de la siesta, se disponen a darle a la cadera hasta la madrugada, bailando las mujeres pasodobles entre ellas mientras sus maridos las miran bostezando. En ocasiones, se introducen en ese programa fuegos artificiales que espantan a los perros, recorridos de gigantes y cabezudos, pregones donde alguien que lo ha perseguido cuenta lo feliz que era de guaje pescando cangrejos, o proclamaciones de reinas y damas a veces de discreto encanto. Las atracciones de feria con altavoces a tope hacen el resto, lo que tanto añoran los masoquistas durante el invierno.
A pesar de que estas convocatorias en el prao se concentren desde la primavera hasta el comienzo del otoño, que es cuando no dejas de ver remolques con escenarios móviles por las carreteras, existen algunas otras en estaciones más frías, que acostumbran a celebrarse bajo techo. Eso las convierte en más complicadas para su botellonización, aunque nunca se sabe cómo evolucionará esa creciente tendencia.
Hemos de saber dar con la clave para que nuestras tradicionales fiestas de prao sigan siendo lo que son y siempre han sido para los asturianos: un entrañable encuentro con su patria chica, sus gentes y sus cosas. Y que no acaben con ellas los que insisten en desafiar a la salud y a los derechos del personal. A tiempo estamos de evitarlo.
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