Opinión

Europa se rinde: el ocaso de una civilización

En defensa de los valores de libertad europeos

Europa se rinde: el ocaso de una civilización

Europa se rinde: el ocaso de una civilización

La muerte del Papa Francisco, a los 88 años, no solo cierra una etapa en la historia de la Iglesia Católica. Marca también el fin de una voz singular en el escenario internacional: la de un líder espiritual que quiso tender puentes allí donde el mundo construía muros.

Su Santidad el Papa Francisco, jesuita, argentino, reformista, fue el rostro de una Iglesia que buscó reconciliarse con el presente sin renunciar a su esencia. Predicó la humildad frente al poder, la acogida frente al miedo, la ecología frente al saqueo y, sobre todo, el diálogo frente al fanatismo.

Desde el inicio de su pontificado, mostró que el cristianismo –no solo el catolicismo– tenía aún una vocación universal, integradora, de encuentro. Que podía hablarle al mundo moderno sin paternalismo y al islam sin hostilidad. En 2019 firmó, junto al Gran Imán de Al-Azhar, el Documento sobre la Fraternidad Humana, donde ambos proclamaban que "la fe lleva al creyente a ver en el otro a un hermano". Y en 2021, se sentó cara a cara con el gran ayatolá al-Sistani, la voz más influyente del islam chiita, en un Irak roto por la guerra. Fue un gesto de fe. Y de coraje.

Pero mientras el Papa Francisco hablaba de puentes, Europa –el corazón cultural y espiritual del catolicismo– empezaba a dinamitar los suyos. No por exceso de convicción, sino por su ausencia. Porque el drama no es que el islam crezca, sino que Occidente –y Europa en particular– ha dejado de creer en sí mismo.

Ahora bien, no se trata aquí de idealizar el pasado cristiano europeo. Es innegable que el cristianismo, y en particular el catolicismo, ha tenido capítulos oscuros: cruzadas, inquisiciones, persecuciones internas, el peso asfixiante del clero sobre la vida civil. En países como Irlanda, hasta fechas recientes, la influencia eclesiástica limitaba derechos fundamentales. Y no olvidemos que, en el Reino Unido, durante siglos, la Iglesia Católica fue marginada y perseguida. El islam no era el enemigo: lo era Roma. Pero esa etapa –con todos sus excesos y sus sombras– fue objeto de crítica y reforma. Hoy, el cristianismo en Europa ya no impone. No legisla. No domina. Sobrevive, a veces con dignidad, a veces como reliquia. Lo que está en juego ahora no es una batalla religiosa, sino una batalla por los valores que surgieron cuando Europa se atrevió a criticar incluso sus propios dogmas.

El cristianismo se derrumba en Europa.

En el Reino Unido, apenas el 46% de la población se identifica como cristiana, según el censo de 2021, frente al 72% en 2001. En Escocia, solo el 20,4% se declara miembro de la Iglesia de Escocia, según el censo de 2022. En Países Bajos, más del 58% no tiene afiliación religiosa. La Iglesia se vacía. El ritual sobrevive casi como folclore. Según el Religion Monitor 2023 de la Fundación Bertelsmann, apenas el 43% de los británicos se declara cristiano. Esta erosión no es solo espiritual. Es cultural. Es moral.

Mientras tanto, el islam avanza. También según Bertelsmann, la población musulmana supera ya el 6% en países como Francia, y sigue creciendo. El Pew Research Center proyecta que, incluso en un escenario de "migración cero", los musulmanes pasarán del 4,9% en 2016 al 7,4% en 2050 en Europa (Pew, 2017). Este crecimiento se explica por la combinación de inmigración sostenida –legal e ilegal– desde África, Oriente Medio y Asia, y una natalidad muy superior a la de las poblaciones locales. En Alemania, uno de cada cinco residentes ha nacido fuera del país. En Francia, Bélgica, Suecia o España, el patrón se repite.

Pero lo crucial no es el número, sino el modelo. A diferencia del cristianismo europeo –cada vez más privado, laico y relativista– muchas corrientes tradicionales del islam no separan lo religioso de lo jurídico, lo espiritual de lo político. La sharía no es solo una ley, es una cosmovisión. Y cuando estas estructuras llegan a suelo europeo sin procesos de integración cultural reales, lo que se produce no es pluralismo, sino fricción. Y en algunos casos, sustitución.

En nombre del respeto, hemos tolerado prácticas que atentan contra nuestros propios principios. En el Reino Unido operan entre 30 y 85 consejos islámicos (Sharia Councils) que, aunque sin reconocimiento jurídico, funcionan como instancias de arbitraje religioso. Un informe parlamentario británico de 2019 advirtió que muchas mujeres musulmanas están siendo presionadas a aceptar decisiones profundamente injustas, fuera del marco legal común. Es decir, se permite –de facto– un sistema paralelo.

En Suecia, barrios como Rosengård (Malmö) han sido catalogados oficialmente como "zonas especialmente vulnerables" por la Agencia Nacional de Policía. En Francia, hay espacios donde las fuerzas de seguridad apenas entran, y en España se han documentado casos de mediación religiosa en contextos comunitarios que suplantan –informalmente– el sistema judicial. Todo esto ocurre sin amparo legal, pero con una permisividad política que raya la negligencia.

Y mientras tanto, Europa calla. No por prudencia, sino por miedo. Miedo a ser tachada de intolerante, de islamófoba, de colonialista. Miedo a ofender al otro. Y en ese miedo, se olvida de defenderse a sí misma. Pero aquí está el verdadero problema: el islam no impone en Europa. Europa cede. No se trata de una invasión. Se trata de una rendición voluntaria.

Europa ha confundido integración con cesión. Multiculturalismo con relativismo. Tolerancia con sumisión. Y así, los pilares que la hicieron única –la igualdad de género, la libertad de conciencia, la crítica religiosa, la libertad de prensa– se ven debilitados, cuestionados, autocensurados.

No se trata de rechazar al otro. Se trata de no negarse a uno mismo. Nadie puede integrarse a una civilización que no se respeta. Nadie puede amar una cultura que se disculpa por existir. Europa tiene derecho –y el deber– de exigir una integración que respete su modelo. Tiene derecho a recordar sus raíces, a proteger su marco jurídico, a defender sin complejos su libertad. Porque la diversidad no florece en el vacío. Necesita una base sólida que la sostenga.

El islam, como toda civilización, tiene derecho a existir en paz. Pero Europa también. Y hoy, lo que está en juego no es la fe. Es la libertad.

Quizá el Papa Francisco tenía razón cuando hablaba de tender puentes. Pero incluso los puentes necesitan pilares firmes. Porque si solo uno sostiene, el otro cae. Y en ese desplome no hay fraternidad. Solo sumisión.

Europa aún puede despertar. Pero el tiempo no espera a quienes dudan de sí mismos.

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