Opinión

Sorogoyen lo sabía

Escribo estas líneas de urgencia pasado el mediodía desde una terraza de la Avenida de Galicia, al pie de una cerveza y unas míseras aceitunas, recobrando el resuello tras casi caer rodando y por las escaleras a oscuras de una tercera planta de General Zuvillaga.

El inesperado apagón no preocupa, parece, a mi vecina de mesa y sus comadres, que dan sorbos menudos a un vermú de solera, acicaladas de peluquería, alguna de ellas bronceadas con un moreno de playa cara. Hablan del futuro Papa, ajenas a la debacle. “Va a ser el de Luanco, que le conozco yo de veranear allí”, dice una de ellas mientras se sopla las uñas de reciente manicura.

Incomunicados, las trompetas del Apocalipsis resuenan con cuentagotas a través del Whatsapp, donde conviven escasas evidencias con peregrinas tramas conspiranoicas que dejan a Nostradamus a la altura de un zahorí de la señorita Pepis. Se acerca a paso apresurado un paisano metido en años que viene de la tienda de los chinos con una bolsa cargada de velas. En una situación de ausencia de fluido eléctrico la cera sustituye en el inconsciente colectivo al papel higiénico de la pandemia. El reloj termómetro junto al aparcamiento de Llamaquique se ha quedado clavado en las 2:33.

Viene entonces a la cabeza el serial televisivo, premonitorio, de Rodrigo Sorogoyen, “El apagón”, que narra un siniestro global de este pelo y sus nefastas consecuencias, una radiografía asombrosa de lo mejor y lo peor de la especie humana en condiciones adversas. Lo cual hace pensar que si la crisis dura más de dos telediarios, acabaremos merendándonos los unos a los otros. Incluyan, por si las moscas, un machete en el kit de supervivencia.

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