Opinión
El latido de la vida en los caminos de Benín
Un proyecto de internado para niñas y adolescentes
Una vez más me encuentro viajando por Benín, por la carretera que une Cotonou, en el sur del país, con Nikki, en el norte. Vamos a poner en marcha un proyecto para construir en una zona rural un internado para niñas y adolescentes, que les ofrezca la posibilidad de tener unos mínimos de formación, que las libere de las ataduras de la ignorancia que, aliada con la miseria, provoca tantos males en tantos lugares del mundo.
No somos conscientes de hasta qué punto la ignorancia estructural impide que podamos desarrollar nuestras capacidades naturales y nos priva de ese conocimiento de la experiencia colectiva, que absorbemos tan fácilmente cuando somos niños.
Cuando miro la vida que discurre en los poblados, situados a uno y otro lado de la carretera, veo a cantidad de niños que juegan sin juguetes, ajenos a lo que les espera en el futuro que no han elegido y que tendrán pocas posibilidades de elegir. Un niño de unos ocho años lleva sobre su cabeza un gran balde de agua, que acarrea con gracia y equilibrio, sin derramar nada. Es pequeño, pero ya conoce el esfuerzo y el valor de algo tan simple como es el agua que nosotros desperdiciamos sin pudor.
Más adelante, un niño y una niña más pequeños, de unos tres años, juegan a sacar agua de un pozo. Como son pequeños y no tienen fuerza, juegan con la palanca de extracción, imaginando que llenan cubos invisibles. Ahora son iguales y suman esfuerzos para darle forma a lo que les une en su juego, pero la vida, más pronto que tarde, va a ponerlos en lugares diferentes y, con toda seguridad, la niña de hoy será la mujer sometida de mañana.
A lo largo del camino hay multitud de puestos de venta de productos diversos: piña, aguacate, mangos, naranjas, harina de maíz, etc. Si vas en coche, es habitual aprovechar el camino para comprar. Esta vez queremos mangos y paramos en un lugar en el que varias personas los ofrecían en sus cubos de plástico. En el momento en el que paramos, llegaron corriendo unos cuantos jóvenes, varias chicas y un chico; todos nos metían los mangos por la ventanilla y era casi imposible elegir. Reparé en una chica de mirada triste: ¿cuántos años podría tener? Quince, dieciséis… Estaba embarazada y parecía no faltarle mucho para ser madre. No se la veía feliz; su mirada apagada manifestaba resignación ante una vida no elegida y no mostraba interés en vender lo que llevaba en su cubo. Nos miró y se fue.
Viajar por Benín es hacerlo en medio de una multitud de pequeñas motos, vehículo fundamental para el transporte de los benineses. En ellas viajan tres o cuatro pasajeros de manera habitual y pueden acarrear de todo: varias cabras, colchones, un cerdo, material de construcción, un sofá, una nevera o lo que sea. Quizás lo más curioso que vi en esta ocasión fue a una gallina haciendo equilibrios encima de una caja colocada en la parte posterior de la moto. Es un medio barato, al que se acostumbran desde que, siendo pequeños, primero van en la espalda de su madre y después pasan al asiento con el resto de la familia.
Protagonistas indiscutibles de todo el camino son las cabras, que aparecen por cualquier lado; resulta divertido verlas en grupo o por separada en los lugares más insospechados: las entradas de las mezquitas, los puestos del mercado, reunidas en grupo huyendo del sol… Algunas veces se paran literalmente en medio de la carretera y tienes que intentar evitarlas para no llevarlas por delante.
Aparentemente, el paisaje humano es muy distinto, pero la vida que oculta es la misma y late con el mismo impulso de buscar los recursos para salir adelante cada día, sólo que aquí todo parece menos artificial y está más apegado a la naturaleza.
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