Opinión

El apagón que iluminó las sombras del sistema eléctrico español

El apagón del 28 de abril de 2025 no solo dejó a millones de personas sin electricidad durante horas; también dejó al descubierto, de forma brutal, las fallas estructurales de un modelo energético que ha sido diseñado más para el beneficio económico que para la resiliencia social. Quienes lo interpretan como un simple fallo técnico o lo utilizan para reabrir el viejo debate entre energías renovables y nucleares, están errando el diagnóstico. Porque el problema no es cómo generamos la energía, sino cómo hemos diseñado el sistema que la distribuye. La paradoja es que ahora pagamos red de distribución, generadoras y comercializadoras… a un coste un 300 por ciento más alto. Y detrás de ese diseño hay nombres, decisiones políticas y responsabilidades concretas, más allá del bipartidismo.

Todo comienza en los años 90, cuando el entonces presidente del Gobierno, Felipe González, promovió un cambio estructural en el modelo energético español y que ningún presidente cambió. La promesa era clara: introducir un sistema de subasta de energías para fomentar la competencia y, con ella, abaratar los costes. Deberíamos aplicar la prueba del algodón: aquella lógica de mercado no ha traído energía más barata para los consumidores, sino que ha desembocado en un sistema opaco, volátil y profundamente vulnerable.

Paradójicamente, tras dejar la política activa, González pasó a formar parte del consejo asesor de una de las principales eléctricas del país, cobrando una cifra cercana a los 200.000 euros anuales. No se trata de un dato anecdótico, sino de una representación precisa del fenómeno de las puertas giratorias: quienes diseñan las reglas del juego, terminan beneficiándose de ellas desde el palco. No se le exige que pida perdón, pero sí que, al menos, se aparte del debate político dado que como visionario o hombre de Estado, deja mucho que desear. Este vínculo entre poder político y poder energético ha sido una constante en la historia reciente de España, y ha generado un modelo cuyo objetivo no parece ser el servicio público, sino la rentabilidad de unos pocos. Desde mi punto de vista, esta forma de actuar tiene una posible tipificación en el Código Penal español: administración desleal.

Independientemente de la interpretación que hagamos del mismo, el gran apagón de abril es un hecho innegable que evidencia una verdad incómoda: el sistema está mal planificado. En una red bien diseñada, con criterios racionales y de seguridad, no es aceptable que una perturbación puntual pueda dejar sin luz a un país entero. Deberían existir zonas o compartimentos que permitan aislar el problema, sin que toda la red colapse en cadena. Esa vulnerabilidad total expone que la planificación no ha priorizado la resiliencia, sino la eficiencia económica en sus peores términos: máxima interconexión sin amortiguadores, mínima inversión en sistemas de protección, y una fe ciega en que el mercado siempre se autorregulará. Quienes planificaron el sistema actual deberían haber previsto lo que de facto ha hecho Francia: cuando se produce un colapso en un sector, se desconecta del resto. Es impensable que se haya diseñado un único sector para toda España, y eso es responsabilidad directa de Red Eléctrica Española.

Muchos han querido aprovechar el momento para retomar el debate entre energías renovables, nucleares o basadas en gas (ciclo combinado). Pero ese debate, por importante que sea, es ajeno al problema que nos ocupa. El colapso no se produjo por culpa del tipo de energía utilizada, sino por el diseño de la red que las conecta. Es como si, tras un accidente de tráfico por una carretera mal asfaltada, discutiéramos si era mejor que el coche usara gasolina o diésel. El debate sobre las fuentes de energía es legítimo, pero usarlo para desviar la atención de los errores de planificación es irresponsable o, peor aún, intencionado. Seguimos sin distinguir entre energías renovables y no renovables; el gas, aunque no es contaminante en el mismo grado que otras fuentes fósiles, no es una energía renovable.

Y esa posibilidad –la de una intencionalidad económica detrás del colapso– no puede descartarse a la ligera. La caída del sistema provocó una alteración masiva del mercado eléctrico, con cambios súbitos en la oferta y la demanda que beneficiaron a ciertas tecnologías por encima de otras. ¿Se produjo el fallo por un error técnico, por una negligencia, o hubo alguien que aprovechó la fragilidad estructural para obtener una ganancia económica? Esa es una pregunta que el Gobierno, Red Eléctrica y los organismos reguladores deben responder con transparencia, independencia y rigor. Porque si no hay consecuencias ni explicaciones, se legitima la impunidad y se alimenta el descrédito institucional.

No se trata, por tanto, de encontrar un solo culpable. Se trata de señalar un sistema entero que ha sido construido sin pensar en el bien común. Un sistema que permite que antiguos presidentes diseñen reglas que les beneficien años después desde el sector privado. Un sistema que, al colapsar, no solo deja a oscuras nuestras casas, sino también nuestras certezas democráticas. El apagón fue un síntoma, no la enfermedad. Y si no actuamos ahora, el siguiente colapso no será eléctrico: será político.

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