Opinión

Como una madre

Ejemplos de abnegación

A veces, ejerzo de cuidador ocasional de mi nonagenaria madre, a la que apenas sí le llegan las fuerzas para caminar. Me dispongo a echar una siesta rápida de sofá y, cuando no habían pasado ni diez minutos de la primera cabezada, siento un cosquilleo que me arranca desde las piernas. Ahí estaba mi progenitora, extendiéndome una manta por todo mi cuerpo preocupada de que no cogiera frío. Desconozco, dado su estado de salud, cómo pudo mover tan voluminoso edredón para taparme. Solo un gesto sencillo, pero alejado de su rutina, que destila delicadeza y que, además, acarrea un esfuerzo físico heroico para una anciana.

Lola, mi madre… ¿cuidándome a mí? Sé que no abandonará ese instinto maternal hasta que nos deje, que espero sea dentro de mucho tiempo. ¡Qué oficio tan intenso, tan auténtico, el de velar por la prole! Saber colocarse en el epicentro del conglomerado emocional en cualquier época y circunstancia. Este es alguno de los ejemplos que demuestran que el radar materno nunca se apaga. Por muy perdidos que estemos, estas mujeres siempre nos localizan.

No pretendo con este texto rendir un homenaje a una madre en exclusiva –sería presuntuoso por mi parte–. Cada uno de nosotros experimenta, al igual que yo, momentos entrañables cargados de ternura como el que les acabo de contar. La maternidad abre la puerta a un catálogo de sensaciones, de sentimientos, que no son equiparables a ninguna otra aventura mundana. Una fuerza intangible y arrolladora que genera gratitud y empatía, aunque sea mil veces repetida.

Llama la atención la dignidad con la que Lola afronta la pesada carga de su vejez, pero, a la vez, la naturalidad con la que habla de su final. Un final que, inevitablemente por su edad, tendría más cerca que nadie en la familia. Ser madre es saber asumir también cristalinamente cada detalle de la vida ante tu descendencia.

Esta mujer tuvo una infancia que cuesta entenderla ahora, en este mundo tan cómodo. Con tan solo cuatro años, ella y sus hermanos se quedaron solos en una aldea. Mi abuela estaba prisionera por causa de la guerra y su marido, un fugado represaliado, escondido en el monte. Pero no es un caso único: todos tenemos madres que nos podrían contar mil crónicas de coraje, de penurias difíciles de encajar en nuestro actual estado de bienestar.

No conozco a ninguna madre que no sea capaz de escribir una vivencia de abnegación donde se pueda perfectamente aplicar aquello de "Dar mucho y recibir poco". El egoísmo no va con ellas, en esto siempre salen vencedoras.

Busco un momento en mi corazón para poder corresponder a tanta grandeza, a ese milagro afectivo y cotidiano y solo sé que, cuando escucho o leo un accidente o desgracia humana, aprendo a buscar en el imaginario a todas esas madres para intentar ponerme a su lado. El mundo, desgraciadamente, está plagado de silencios y lágrimas discretas que son consustanciales a la esencia materna.

Imposible encontrar una relación más tierna, leal y verdadera: no acepta sucedáneos, no hay apariencias. Las madres nos conocen desnudos, tal como somos, e intuyen por dónde andamos incluso cuando, alejados, creemos que no las necesitamos. Logran sacar su aguante de su espera y están ahí siempre, aguardando a nuestra vuelta de una cruel derrota o con una herida de guerra.

Aunque cada día nacen bebés en entornos de todo tipo y condición, nadie les asegura una personalidad honorable solo por el hecho de haber salido de una mujer. Eso sí, lo que es imposible de cuestionar es que ellas nos entregan al mundo con la mejor y más limpia de las intenciones. Puede que haya malas madres, pero, observando a la mía o a la de mis hijos, soy incapaz de imaginármelas. A usted que me lee, doy más que por sentado que le ocurrirá lo mismo.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents