Opinión

Malos tiempos para la lírica

La infantilización de la sociedad

Vivimos tiempos curiosos. En nombre del bienestar emocional, del entretenimiento constante y del confort inmediato, hemos comenzado a aplanar el camino de la educación, de la cultura, incluso del debate público. Todo debe ser amable, sencillo, digerible. Todo debe entretener. Y así, sin darnos cuenta, hemos iniciado una marcha silenciosa hacia la infantilización de la sociedad, en gran parte a través de la gamificación.

No hace mucho les pregunté a mis alumnos si conocían la teoría de las 10.000 horas. Ninguno había oído hablar de ella. Según esta teoría, para que una persona llegue a ser experta en cualquier disciplina –ya sea tocar un instrumento, jugar al ajedrez, programar o practicar deportes– necesita aproximadamente 10.000 horas de práctica deliberada. Es decir, no basta con repetir: hay que practicar con metas claras y mantener un esfuerzo consciente de mejora.

Cuando les dije que eso era lo que necesitaban para ser buenos ingenieros, se echaron las manos a la cabeza. También les hablé de la disciplina, de la importancia de tener buenos maestros, y de que aquello que es bonito suele parecer complicado, y solo el esfuerzo lo hace sencillo. Les hablé también de la madurez, de la capacidad de autocrítica y de la necesidad de interiorizar el fracaso: "El que quiere aprender a volar un día, primero debe aprender a mantenerse en pie". Me miraban con cara de asombro. Me sentí de otro tiempo.

La educación ya no exige. Las aulas, en lugar de ser espacios donde se cultiva el pensamiento crítico a través del esfuerzo, se transforman en zonas de confort donde la frustración está prohibida. El error, lejos de entenderse como parte natural del aprendizaje, se evita por miedo a dañar la autoestima. La autoridad del maestro se diluye; se espera que sea empático, accesible, casi paternal, pero no exigente. Y así, confundimos respeto con complacencia.

La sociedad se comunica cada vez más a través de emojis, memes y frases de autoayuda. El discurso se simplifica, no para ser más claro, sino para no incomodar. Las verdades complejas se reemplazan por eslóganes. La crítica se convierte en agresión; el debate, en berrinche. La madurez emocional –esa capacidad de tolerar la frustración, asumir responsabilidades y convivir con el desacuerdo– es sustituida por una necesidad de validación constante.

El mercado tampoco es ajeno. Promueve una cultura que idealiza la juventud eterna, que vende nostalgia como identidad, que ofrece entretenimiento como escape perpetuo. Consumimos productos diseñados no para ampliar horizontes, sino para reconfortarnos, para mantenernos en un bucle afectivo donde todo nos resulta familiar, seguro, previsible. El adulto infantilizado no es peligroso; es dócil. Es el consumidor ideal.

Recuperar la adultez no es renunciar a la alegría, ni al juego, ni al entusiasmo. Tampoco es regresar a modelos autoritarios que desprecien la sensibilidad y la creatividad. Es, por el contrario, volver a habilitar el conflicto, asumir que la vida también implica dificultad, contradicción y esfuerzo. Es formar personas capaces de afrontar la realidad sin edulcorarla.

Madurar, en el fondo, no es dejar de soñar, sino aprender a sostenerse cuando los sueños no se cumplen. Es entender –y afirmar– que crecer duele, pero engrandece; que la vida no es un parque temático, sino una tarea ética.

¡Caña al mono, que es de goma! n

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