Opinión

Alma asturiana del cónclave

La huella de Fernández Artime en Roma

Hay encuentros que, por breves que sean, dejan una huella duradera. Así me ocurrió hace unas semanas, concretamente el pasado 4 de abril, con don Ángel Fernández Artime, cardenal asturiano, en un escenario muy nuestro: el pregón de la Semana Santa de Oviedo, en la Basílica de San Juan el Real. Fue una cita cargada de emoción, fe y tradición, pero también, para mí, de una grata sorpresa personal. No solo fue un placer escucharlo y sentir su cercanía con la gente, sino que –para mi asombro– ¡me conocía! Ese gesto, esa muestra de atención sencilla y afectuosa, dice mucho de él.

Don Ángel Fernández Artime no es solo un alto prelado de la Iglesia católica. Es un hombre de pueblo que nunca ha perdido el contacto con sus raíces, con su tierra y con su gente. En tiempos en los que las jerarquías religiosas pueden parecer distantes o inalcanzables, él representa justo lo contrario: un liderazgo basado en la humildad, el afecto y el ejemplo. Su presencia en Oviedo fue la de un hermano que vuelve a casa, no la de un dignatario remoto. Saludaba, sonreía, escuchaba. No hacía falta más para darse cuenta de que estábamos ante una persona especial.

Nacido en Luanco y formado en los valores salesianos, su trayectoria es impresionante. Como Rector Mayor de los Salesianos, supo llevar el carisma de don Bosco por todo el mundo, siempre poniendo a los jóvenes, a los más necesitados y a los olvidados en el centro. Y ahora, como cardenal, ha sido llamado a ocupar un lugar de gran responsabilidad en la Iglesia: nada menos que entre quienes eligieron al nuevo Papa. Y no solo eso: su nombre sonó, y con fuerza, como posible sucesor de Francisco.

No me sorprende. Comparte muchas de las cualidades que han hecho del papa Francisco una figura querida y respetada dentro y fuera de la Iglesia: cercanía, sencillez, sensibilidad social y una espiritualidad serena pero firme. Fernández Artime tiene, además, ese punto de humanidad y cordialidad que solo se cultiva con el tiempo, el servicio y la autenticidad. Su manera de estar en el mundo no es la del que impone, sino la del que acompaña.

Sé que muchos asturianos, creyentes o no, sienten un orgullo genuino por este hijo de nuestra tierra que ha llegado tan lejos sin perder lo esencial. Porque lo importante no es el título, sino lo que se hace con él. Y él lo hace bien: con cariño, con entrega y con una sonrisa.

A veces olvidamos que los grandes líderes no se definen solo por sus cargos, sino por los pequeños gestos: por cómo saludan, cómo miran, cómo recuerdan a los demás. Yo, que vengo del mundo del cuidado personal, de la estética entendida como forma de respeto al otro, valoro profundamente esos detalles. La forma en la que el cardenal se dirigió a mí aquel día, con franqueza y aprecio, fue uno de esos gestos que no se olvidan. Porque me recordó que la grandeza de una persona se mide, sobre todo, por cómo hace sentir a los demás.

Desde aquí, no puedo sino celebrar su papel en el reciente cónclave que eligió al nuevo Papa León XIV. Saber que un asturiano como él estuvo entre los electores de tan trascendental momento es motivo de orgullo para todos nosotros. Y aunque finalmente no haya sido elegido, su nombre ha quedado grabado entre los grandes, no solo por su preparación y entrega, sino por la calidez humana con la que vive su vocación.

La elección de un nuevo Papa siempre abre un tiempo de esperanza, y más aún cuando figuras como la del cardenal Fernández Artime forman parte activa de ese proceso. Oviedo, Asturias y todos los que creemos en una Iglesia más humana y cercana tenemos razones de sobra para sentirnos representados. Porque, esté donde esté, el cardenal seguirá siendo, ante todo, un buen hombre. Y eso, hoy más que nunca, es mucho decir.

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