Opinión

Revolución Trump

Primitivismo y sofisticación

Trump dice que la ciudadanía por nacimiento se aprobó para "los hijos de los esclavos"

Trump dice que la ciudadanía por nacimiento se aprobó para "los hijos de los esclavos"

Los europeos de hoy asistimos, en privilegiada fila de palco, a lo que podríamos llamar la revolución Trump. Concepto éste de muy larga historia y variadísimas definiciones, aunque todas confluyen en un sentido final: poner una cosa patas arriba. Que es lo que está haciendo el nuevo "sheriff" del mundo. Para sus defensores, esa revolución salvará el universo, para sus detractores lo incendiará. El tiempo despejará la incógnita, aunque la cosa tiene una pinta extraña. Caricaturizándola, la situación podría describirse así: un "kamikaze" circula por una autopista a 200 por hora en dirección contraria al resto de conductores, convencido de que sigue el rumbo mejor hacia el futuro y considera que los demás están empantanados en un pasado deplorable.

Son muchos los que piensan que el "trumpismo" es el clamoroso inicio de una nueva era. Otros, más comedidos, ven sólo un cambio de paradigma. Con lo que ya tenemos juntas y revueltas tres palabras muy queridas por el intelecto moderno: declive, apocalipsis, paradigma. Conviene repetirlo: eras hay pocas, y normalmente se perciben sólo a posteriori. Los trumpianos más devotos consideran a este Presidente un nuevo Rey Sol; lo probable es que no pase de ser un pintoresco cometa que cruza apresuradamente el cielo. Más que causa, Trump es efecto. No existiría políticamente sin la condición que lo ha hecho posible: el creciente descontento de las sociedades con dogmas progresistas absurdos que no resuelven los problemas reales de los ciudadanos, generando desencanto con la democracia. Consecuentemente, los pueblos fantasean con la tópica salvación de emergencia: el Gran Hombre/Mago que promete un nuevo Cielo y una nueva Tierra. Advirtió Burckhardt, "grande es lo que nosotros no somos, grandeza lo que no tenemos". Nadie le hizo caso. De esas esperanzas suelen salir, recordemos 1933, mesías políticos. Y tras ellos, "tiempo de tiranías", como anticipó acertadamente E. Havély.

Nuestro mundo ansía salir del gris (de la democracia) para entregarse al rojo (de las radicalizaciones). Sin distinguir muy bien entre tipos de rojo: rojo desgastado (socialismos/socialdemocracias), rojo prometedor (oligarquías despóticas, democráticas o antidemocráticas), rojo sangriento (totalitarismos). Evidentemente, la democracia es gris (ésa es su virtud y su vicio): porque vive del mínimo común denominador, por equilibrada, reglada, moderada, escéptica, discutidora y porque se desliza fácilmente a la irresolución. Por eso no entusiasma, por su inferioridad anímica frente a la emocionalidad revolucionaria: la explosión ardiente, el lirismo de la rebelión, las fáciles utopías románticas, la seductora antinomia amigo-enemigo, la confianza en lo milagroso, la vuelta a lo sencillo/natural (populismo).

Por supuesto, las revoluciones son turbulentas. La de Trump no iba a ser menos. Evidentemente hay motivos razonables para lo que está haciendo. Primero, razones de "justicia" económica (Trump y muchos norteamericanos piensan que Europa ha estado financiando su bienestar con el dinero ahorrado en defensa, mientras ellos, por costear nuestra seguridad, vivían peor). Segundo, el urgente adelgazamiento del colosalismo burocrático existente. Tercero, el giro copernicano a la nueva realidad geopolítica (Asia como nuevo epicentro del mundo, obstaculizar la entente Rusia/China,…). Cuarto, la creciente sensación de decadencia/declive que perciben los ciudadanos norteamericanos, lo que fuerza a sus políticos a prometer una nueva edad de oro. La duda está en si la peculiar psicología de Trump (ególatra, megalómana, arbitraria,…) y su entendimiento "sui generis" de la política (más como un histriónico "reality" nacionalista-mesiánico que como un sobrio ejercicio de sensatez) es el camino adecuado.

Sin duda, esas y otras razones explican lo que estamos viviendo. Aunque no del todo. Para entender a estos nuevos políticos-plutócratas americanos quizá convenga acudir a claves de tipo distinto. Ejemplo, la vieja "Teoría de las clases ociosas" (es decir, muy, muy adineradas, dominantes, destacadas y conspicuas) enunciada hace más de cien años por otro norteamericano, Th. Veblen. En ese brillante compendio se detallan las características principales de esas clases oligárquicas que permanecen siempre en candelero. 1) adicción a la ostentosa exhibición: de desigualdad/superioridad (en riqueza/poder/méritos/capacidades), con fuerte pulsión a epatar/impresionar; 2) el éxito como criterio único de verdad/validez; 3) necesidad de acumular/incrementar incesantemente bienes/posesiones (dinero, empresas, territorios, influencias, o sea, Groenlandia, Canadá, Canal de Panamá) que aseguren la ventaja competitiva sobre los rivales; 4) protección a cambio de servidumbre: o multiplicar sin cesar "ociosos subsidiarios" (siervos/sirvientes, sean personas o países); 5) relacionarse con la realidad bajo una única clave: la de amo-esclavo (zalamerías/alianzas con iguales/superiores (tipo Putin), desprecio y trato despótico a inferiores, sin reparar en que al final, como ya advirtió Hegel, el amo acaba siendo dependiente de su esclavo; 6) alta propensión a la depredación (apropiaciones osadas, máxima voluntad de fuerza, tenacidad de propósito, desinhibición ética).

Las coincidencias entre esa caracterización de Veblen y ciertos comportamientos políticos que vemos a diario son demasiado llamativas para pensar que puedan ser sólo casuales. Tienen que tener una naturaleza común. Aunque con una diferencia evidente entre aquellos magnates del pasado y estos megamillonarios del presente: los modales. Estos nuevos superricos norteamericanos carecen de los modales distinguidos propios del pedigrí/alta cuna de las antiguas clases conspicuas: son zafios, ordinarios (la famosa frase de Trump de que decenas de países le llaman para lamerle el …), y descaradamente prepotentes (escena de estilo gansteril de Trump/Vance con Zelenski en el Despacho Oval). Para ellos, nada es más inaceptable/despreciable que un servidor que olvida la posición que le corresponde.

Esa falta de modales reproduce en la política un curioso fenómeno del desarrollo del Arte señalado por Gombrich: la "atracción de la regresión". Cuando un sistema artístico alcanza un grado de sofisticación alto, empieza a gustar lo primitivo. Mutatis mutandis: tras el alto grado de sofisticación alcanzado por la democracia norteamericana, Trump parece ser una regresión al primitivismo político. Se abandonan patrones complejos y sofisticados para entregarse a lo más primario: ataque a las formas (negación/desprecio de reglas, valores, normas y comportamientos, diplomáticos y no diplomáticos); se instaura un nuevo sistema de validez: ya no vale lo que valía (domina la arbitrariedad, excentricidad y extralimitación). En resumen, dadaísmo político. Por tanto, más que el inicio de una nueva era, Trump parece el epígono de la vieja. Su cacareada solución de futuro es más bien regresión a lo antiguo.

Esperemos que, al contrario de lo que sucedió en 1914, esta nueva cirugía no precipite al mundo –por aranceles u otras cruzadas nacionalistas/mesiánicas– al fondo de la caldera hirviendo, por usar la frase del Premier inglés D. Lloyd George para explicar cómo Europa llegó a la Gran Guerra. Aquellos dignatarios pensaron, en sus ingenuas ensoñaciones, que la racionalidad política (y su variante, la sensatez económica-comercial) haría que ciertas locuras no podrían ocurrir. Pero ocurrieron. El grave peligro de este gobernante está en su idolatría de sí mismo. Contra ese "yo narcisista" ("veloziferisch" diría Goethe, combinando la velocidad y lo luciferino), hay muchas advertencias clásicas. Una, del sabio Lao Tse: "La riqueza y la posición engendran una soberbia que acarrea la ruina. Quien se pone de puntillas difícilmente logra mantenerse firme; quien da el paso más largo no es quien va más rápido; quien se contempla mucho, ve poco; quien se jacta de lo que hará, no termina nada; quien está superorgulloso de lo que hace, no realiza nada duradero". Otra, la ley de la proporción de Platón: si algo demasiado pequeño carga con algo demasiado grande –exceso de velas en un navío, exceso de atribuciones en un alma pequeña…– se hundirá su suelo. Parece que estos nuevos oligarcas de grandísimos éxitos y riquezas son almas demasiado pequeñas para llevar una nave de tanto velamen histórico-político como el complejo mundo del siglo XXI.

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