Opinión

El conflicto docente: emoción, cálculo y responsabilidad

El malestar en el sistema educativo requiere soluciones que van más allá de una pugna por salarios: se necesitan un pacto serio y una confianza recobrada

El conflicto que protagoniza el sistema educativo asturiano desde hace semanas se ha desbordado. Ya no es la batalla por una reivindicación o una demanda específica, ni un pulso entre sindicatos y Gobierno: conduce a una quiebra institucional entre los docentes y la Administración que necesita un nuevo pacto entre ambos.

El detonante es conocido: la decisión del Ejecutivo de suprimir la jornada reducida en los meses de junio y septiembre para así garantizar el acceso al comedor escolar. La consejería que entonces ocupaba Lydia Espina era consciente de que desataría incomodidad en los sindicatos educativos -una de tantas-, pero ponía el foco en el beneficio para las familias. Ese error de cálculo hizo saltar todo por los aires, como quien se equivoca al medir la cantidad de aire que puede insuflar en un globo antes de que estalle.

Algunos materiales están sujetos a la llamada histéresis: modifican sus propiedades por ciertas condiciones, pero no regresan al estado inicial si se eliminan; en cierto modo, algunas acciones son irreversibles. Eso explica por qué el intento del presidente, Adrián Barbón, de retirar la decisión de la hora extra no tuvo el efecto deseado. Al contrario, intensificó las reivindicaciones al interpretarse como una muestra de debilidad. Y ya no hubo marcha atrás.

No es sencilla la salida al conflicto en su estado actual. Las movilizaciones han seguido hasta ahora una escalada creciente: a la convocatoria de huelga indefinida se sumó una manifestación multitudinaria en Oviedo y, después, la dimisión de la consejera Lydia Espina. Ese relevo y la entrada de nuevos negociadores -quizás con más margen para la cesión que el que tuvo la ya exconsejera- abrieron cauces para un posible acuerdo. Pero la constatación de que la equiparación salarial se ha convertido en la medida del acuerdo volvió a atascar el diálogo.

La protesta, además, ha desbordado los cauces sindicales tradicionales. El movimiento de las "camisetas negras" refleja una ola de indignación que se expresa con autonomía creciente respecto a las direcciones sindicales, y se retroalimenta en las redes sociales y los grupos de Telegram. Hay miles de docentes que no responden ya a la lógica del acuerdo táctico.

Ese hecho también tensiona a los propios sindicatos. La consabida "unidad sindical" es un eufemismo para exhibir músculo y compartir la hipotética victoria, aunque también para mutualizar los posibles daños colaterales del acuerdo si los hubiere.

El problema ahora, para ambas partes de la negociación, es dónde colocar el punto de acuerdo. El Principado es consciente de las limitaciones presupuestarias y de que una cesión excesiva puede terminar contagiando las demandas a otros colectivos; los sindicatos saben que cualquier concesión insuficiente les pasará factura si la base docente percibe claudicación. Que el Gobierno tenga en cuenta y advierta del impacto presupuestario no es una excusa; no hacerlo sería una irresponsabilidad.

El elevado número de demandas, muchas de ellas desatendidas durante años o consideradas de menor relevancia sin necesidad de abordar una solución de manera urgente, también supone un problema. Hay reclamaciones arrastradas, necesidades estructurales y, también, demandas con alta carga emocional para el colectivo. En medio de esa amalgama ha quedado claro -sin que ello suponga ningún menoscabo de su legitimidad- que el punto central es la equiparación salarial. ¿Habría sido más eficaz la oferta del Principado si las exigencias se hubiesen concentrado en una mejora salarial clara y con calendario de aplicación ?

Hay una batalla simbólica que libran los docentes que también puede extenderse a otras comunidades autónomas. El Gobierno debería recuperar el relato del control de la situación y los sindicatos, el de la legitimidad responsable. La cuestión es si aún hay margen para una solución pactada. Quizás lo haya, pero de forma escalonada: asumir si el salario es el eje del conflicto; ofrecer un itinerario de mejora creíble y recomponer los cauces de diálogo con los docentes, reconsiderando el concepto de representación.

Desenredar los problemas enquistados durante años y recobrar la confianza mutua no se consigue de un plumazo: se necesita tiempo y un plan claro y evaluable para resetear la enseñanza pública asturiana. Cerrar en falso un problema puede cronificar el desencanto, hacer que contamine el resto de la legislatura y favorecer su extensión a otros sectores. Ni al Gobierno le conviene una solución para salir del paso, ni a los sindicatos ni a los profesores una prolongación indefinida de la huelga y las protestas.

El Gobierno, los sindicatos y el colectivo docente tienen hasta fin de curso -ya a la vuelta de la esquina- para recomponer relaciones con credibilidad. No basta con pasar el trago: es el momento de restaurar un pacto educativo que también debería implicar al resto de partidos más allá de sus cálculos a corto plazo. Muchos querrán arrogarse el éxito, pero si hay fracaso, las consecuencias serán para todos.

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