Opinión | El Desliz

Pilar Garcés

Y ahora también lujofobia

Moscas.

Moscas. / Ilustración: Elisa Martínez

Todavía añoraremos a los guiris. Vale, son invasivos, numerosos, se paran en medio de la rotonda porque no atinan con el GPS, comen paella precocinada a las once de la mañana, duermen la mona en los parterres y desembarcan del crucero por cientos para abarrotar toda franquicia que se ponga por delante. Pero resultan entrañables, te puedes identificar de alguna manera con ellos. Los ves pedaleando en su velomar o empujando una silleta doble por el empedrado del casco antiguo, con la espalda al rojo vivo, y piensas que se merecen el mojito de fresa que se van a tomar esta noche en el hotel. Cuánto habrá currado esa pareja de centroeuropeos que lleva tatuajes a juego y se hace un selfi en la catedral para ahorrar y venirse a disfrutar mediterráneamente de la vida; hoy, además, toca party boat. Hay un ambiente de veraniega democracia en las terrazas con vistas al atardecer, con los guiris recién duchados y endomingados: tú también te compras ropa nueva y bonita para las vacaciones, y metes en tu maleta prendas que jamás te pondrías en la lucha cotidiana. Si no los ves bebiendo de un cubo, estorbando en la carretera con sus quads, llenando de humo los aparcamientos y de ruido las playas o vomitando de madrugada en un rincón, casi piensas que has superado la turismofobia; un turista, un enemigo que has logrado esquivar, y los síntomas remiten. Pero entonces sufres un ataque de lujofobia.

¿Y qué te importa a ti el lujo, pringada? Llegas por los pelos a fin de mes y tu capacidad de ahorro da risa. Si eres la reina de la marca blanca. Hace lustros que te compras las bragas en el híper y las cremas para la cara en el súper. Cierto. Antaño estabas a salvo de la opulencia si te mantenías lejos del puerto deportivo pijotero donde aterrizan los helicópteros de los superyates para dejar a sus ocupantes en los restaurantes, y no frecuentabas las urbanizaciones exclusivas con seguridad en la puerta, ni los cinco estrellas copetudos. Pero ha llegado el ‘postlujo’, o el ‘lujo auténtico’, una vuelta de tuerca, a buen seguro producto de mentes privilegiadas que venden humo aspiracional a personas muy aburridas y con posibles. Por lo visto hay millonarios que lo son sin querer parecerlo. En secreto. En lo simple. En tu mundo. Hasta ahora celebraban sus saraos en mansiones privadas fantásticas; hoy prefieren alquilar el castillo de una ciudad provinciana o un parque público protegido y cerrarlo en tus narices para su disfrute una semana. Antes se construían un barco con piscina, gimnasio y tres cocinas y raramente desembarcaban en alguna cala; en la actualidad una abundante tripulación okupa en su nombre una playa familiar con camas balinesas, tumbonas de diseño y otros adefesios. Te los puedes encontrar durmiendo al raso en la sierra, rodeados de sus guardaespaldas, en un retiro de meditación. ¿Ya no tienen chófer y vehículos de alta gama con aire acondicionado? No, ahora circulan con sus camisetas blancas de mil euros al volante de todoterrenos de siete plazas y chimenea, de safari sobre la acera de tu calle porque no caben en la calzada estrecha. Hay un último lujo que es trucho y muy contagioso, el ‘lujo asequible’ antes denominado quieroynopuedo. Por su culpa, ya no te comerás un bocata y una birra en un nuevo orden gastronómico consagrado al brunch, al aperol spritz y a las tostadas con aguacate. Añoraremos a los guiris, con sus gorras del souvenir y la sangría fresquita.  

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