Opinión
Cuando al fin fuimos europeos
Cuatro décadas de la integración de España en la Comunidad Económica Europea
El 12 de junio de 1985, en el incomparable marco del Salón de Columnas del Palacio Real de Madrid, se firmó el Acta de Adhesión de España a la entonces CEE (Comunidad Económica Europea). Tal vez sin proponérselo las columnas eran la metáfora de la solidez de una España que estaba orgullosa de su transición democrática y que había logrado por fin entrar en el "Club Europeo". Era presidente del Gobierno Felipe González Márquez y ministro de Asuntos Exteriores Fernando Morán López, diplomático, europeísta convencido, inteligente, culto y con sentido del humor; un visionario que hasta entendió que lo de ser europeo suponía implicarse con todas las consecuencias en hacer ciudadanos y cuidar de la defensa común. En enero de 1986 se haría efectivo el ingreso. España y Portugal, democratizados, entraban en la llamada tercera ampliación; la segunda, la de Grecia, pilar de la cultura clásica tan de todos, lo había hecho en 1981.
Hace 40 años España tenía unos 38 millones y medio de habitantes. Hoy anda por 49 millones, repartidos por sexos en mitades, algunas más mujeres que varones, una población un tanto envejecida y casi 7 millones de inmigrantes. "Grosso modo" más de la mitad de los españoles de hoy eran en 1985 niños o no habían nacido. Por eso puede concluirse que ya somos europeos.
La construcción europea había nacido para poner fin a las agresiones que en la historia habían hecho estragos en el "continente pequeño de las guerras grandes". Cuando en 1957 el Tratado de Roma puso en marcha la Comunidad Económica Europea (CEE) el viejo solar europeo aún humeaba con los rescoldos de la terrorífica Segunda Guerra Mundial, pese al acelerón de reparaciones. Los bloques separados por muros materiales y mentales tras el "telón de acero" y la "guerra fría" hacían quebradiza la paz. Desde 1950 el visionario ministro francés Robert Schuman avanzaba una Federación Europea para el desarrollo económico y social, inspirada "en la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa... indispensable para la preservación de la paz".
La España de la dictadura franquista intentó entrar en la CEE en la década de los 60 después del "empuje desarrollista" de los tecnócratas y bajo el paraguas de los pactos con el "amigo europeo", los Estados Unidos, en 1953. El régimen parecía salir del atolladero aislacionista con los planes de desarrollo, se acercaba a los "25 años de paz" y pidió oficialmente el ingreso en febrero de 1962, pero no pudo ser. La carencia de un sistema democrático rompía los principios de los europeístas. La espera se dilató.
El recorrido vital del proyecto europeo, desde los seis miembros fundadores en 1957 (Francia, Bélgica, Italia, Alemania, Luxemburgo y Países Bajos) tuvo siete ampliaciones hasta llegar a los 27 actuales con otros llamando a las puertas. Entonces Alemania estaba dividida. Pero aquello acabaría. En noviembre de 1989 el muro que había dividido no solo a los berlineses, sino a los alemanes, a los europeos y al mundo se derrumbó y con él por fin se puso fin a la herencia doliente de la última guerra mundial. El colapso soviético hizo surgir nuevos países que pronto se arrimaron al occidente europeo ilusionante. Mientras, con el Tratado de Maastricht en 1993, el nombre y "el espíritu" mutó en Unión Europea. Entre 2004 y 2007 once nuevos países, muchos de la antigua órbita soviética, ingresaron, y otro más en el 2013.
En las cuatro décadas desde aquella Adhesión nuestra hubo malos momentos. De 1991 y 2001 las guerras de los Balcanes, o guerras Yugoslavas, pusieron "los pelos de punta" al continente. No en vano otros conflictos terribles (la Primera Guerra Mundial) habían surgido ahí. La muerte y la destrucción, mezcladas con cuestiones étnicas y religiosas, sirvieron un cóctel terrible. Y, como ante cada problema, la UE aceleró el paso. El 1 de enero del 2002 se puso en circulación el Euro, "el mayor cambio de moneda de la historia" que llevaba tiempo cocinándose; hoy una veintena lo han adoptado. Ya se sabe que la economía une mucho. El mazazo del terrorismo islamista desde las Torres Gemelas de Nueva York (2001) saltó con virulencia a Europa (España, Francia, Bélgica...), nadie está libre y no nos repusimos del miedo. La inestabilidad en Oriente Próximo y la pobreza y guerras en África han traído a las puertas de Europa a millones de seres en busca, no de un futuro mejor, sino a veces solo de un futuro, porque para los maltratados de la Tierra fuera de la vieja Europa el alma tiene frío. La crisis migratoria está pendiente. Aún tuvo que bregar esta UE con un divorcio en su casa, el Brexit del siempre díscolo Reino Unido en 2016, ahora de reencuentro emocional y estratégico. Se impone reponerse, pese a enfrentar una guerra a sus puertas en la Ucrania invadida. Un mundo llameante y dos "insensatos" al frente de las potencias que a este y oeste la atenazan.
En la adhesión española a Europa, cuarenta años atrás, esos hechos eran imprevisibles. Lo de 1985 fue, entre temor y esperanza, un "ya somos normales". Comenzamos a reírnos de nosotros mismos, de nuestras viejas manías; con ganas e inteligencia. La libertad era un arte en irreverente clave de comedia: el teléfono, las guerras y los brutos del pueblo de Gila; el abad Boadella al frente de la "Orden Especial" persiguiendo vicios eternos, fustigando sin piedad, "purgandus populus"; los contratelediarios de "Los Guiñoles" sacaban los colores a los políticos; y duraron mucho. Fue la década de los 90 una puerta cómica a la crítica seria. Se echan de menos la razón, la ironía y la risa.
Siendo europeos, desde Iberia, quisimos reforzar la vinculación histórica con el otro lado del Atlántico, tal vez como puente entre la Europa en la que estábamos no solo por geografía y la América a la que vitalmente nos sentíamos hermanados. En 1991 se reunió la I Cumbre Iberoamericana de jefes de Estado y de Gobierno, los que se entendían en español y portugués. Fueron anuales, desde 2014 bienales; ahí siguen pese a desánimos inducidos por el populismo y supuestos agravios artificialmente incrementados.
Volviendo al anclaje europeo, hubo un proyecto que sigue y que sirvió mucho por hacer "europeidad". La moneda, la libre circulación de personas y mercancías, las políticas de todo están muy bien. El programa Erasmus (European Region Action Scheme for the Mobility of University Students) cumplió 35 años el pasado 2022, salvado el escollo de la pandemia. En el 2017 se habían contabilizado "9 millones de experiencias de movilidad con fines formativos". El Leonardo da Vinci en formación profesional o el Comenius escolar de profesores lo complementaron. Y es que el intercambio personal, la enseñanza o la cultura contribuirán más que nada a disolver el etnicismo identitario miope y el nacionalismo excluyente que en las crisis, como vemos cada día, sacan músculo para debilitar las ganas de seguir creyendo que una Europa más unida y mejor puede servir a un mundo mejor. Crece por doquier la intranquilidad y se revuelven los colectivos contra las desigualdades. Ojalá las columnas del Palacio Real de Madrid donde hace 40 años se firmó el Acta de Adhesión, sin ser de Hércules, sigan como metáfora de fortaleza. n
[Juliá, Santos (2017). Transición: historia de una política española (1937-2017). Barcelona: Galaxia Gutenberg; Fernando Morán López (2002). Palimpsesto: a modo de memorias. Madrid: Espasa]
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