Opinión
Sobre la mentira como forma de corrupción política
El pago de retribuciones a los docentes de la concertada
En la rueda de prensa de este miércoles, el presidente Adrián Barbón mintió cuando afirmó: "Una reflexión: yo he escuchado a los profesores de la concertada decir que a igual trabajo, igual salario. Pero es que yo no soy el empleador. El Principado de Asturias no es el empleador. Con todo el respeto del mundo, pero no son empleados del Gobierno del Principado de Asturias".
Esta afirmación no solo es falsa. Es –y conviene decirlo sin rodeos– una mentira consciente, orientada a desviar la atención y eludir responsabilidades. Porque el presidente sí sabe cómo funciona el sistema de pago delegado: lo ha defendido, lo ha gestionado y lo ha recortado. Y, aun así, ha decidido tergiversar los hechos ante la opinión pública. Para Hannah Arendt, esa es una de las formas más graves de corrupción: la mentira institucionalizada desde el poder.
¿Quién paga a los profesores de la concertada? El sistema de pago delegado implica que es la Administración pública –en este caso, el Principado de Asturias– quien paga directamente el salario del personal docente de la red concertada. No lo paga el titular del centro, ni una fundación, ni la Iglesia: lo paga el Gobierno autonómico con dinero público.
Y no solo lo paga. El Gobierno autonómico determina las condiciones laborales, fija las tablas salariales, aprueba las plantillas y decide cuántos especialistas en Pedagogía Terapéutica, Audición y Lenguaje u Orientación se incorporan (o no) a los centros. Es decir: el Gobierno del Principado no solo es el pagador, es el garante de los derechos laborales y educativos de esa red.
Decir ahora que "no son empleados suyos" es como si un patrón dijera que no es responsable de su obrero porque este trabaja en un andamio ajeno. Una trampa retórica para desentenderse de una obligación legal y moral.
Hannah Arendt, que sabía mucho de regímenes que falseaban la realidad, advirtió que la mentira en política no es solo una estrategia, sino una amenaza radical a la vida en común. La mentira sostenida y reiterada rompe el vínculo de confianza entre gobernantes y ciudadanos, sustituye la deliberación por el eslogan y convierte el debate democrático en una farsa. Para Arendt, la verdad de los hechos –quién paga, quién decide, quién tiene la competencia– es un pilar de la política democrática. Si se dinamita ese pilar, lo que queda no es libertad, sino manipulación.
La mentira disuelve el suelo común sobre el que puede construirse el debate político. El mundo político es el espacio compartido de lo que aparece ante todos, el espacio público como escenario de visibilidad y pluralidad. Cuando ese mundo común se envenena con mentiras institucionales, los ciudadanos dejan de compartir una realidad objetiva y quedan atrapados en burbujas de desinformación, lo cual hace imposible el juicio, el diálogo y la acción conjunta. En este sentido, mentir no es solo una falta ética: es una forma de destrucción del espacio político compartido.
Immanuel Kant, en su ensayo Sobre el dicho común: "Esto puede ser cierto en teoría, pero no sirve para la práctica", defiende con firmeza que la política debe ajustarse siempre a principios morales universales, y entre ellos, la veracidad ocupa un lugar central. Para Kant, mentir en política no es una táctica excusable por razones de Estado, sino una traición al pacto racional que fundamenta la ciudadanía. Su célebre máxima de que "la política debe arrodillarse ante la moral" se traduce, en este contexto, en una exigencia clara: un gobernante no puede decir lo que no cree verdadero, ni aunque ello le favorezca estratégicamente. La honradez no es una opción moral entre otras, sino la única vía para construir un Estado de derecho donde los ciudadanos no sean súbditos manipulables, sino interlocutores racionales.
Mentir para eludir responsabilidades es negar esa interlocución. Es degradar la política al nivel del marketing electoral, donde la verdad se sacrifica en el altar del relato. Y eso, en términos kantianos, no es gobernar: es instrumentalizar al ciudadano como medio para un fin, lo cual es siempre, y sin excepción, inmoral.
La honestidad no es solo una virtud personal, sino la mejor política posible. No porque siempre dé votos, sino porque construye una república en la que el ciudadano no es súbdito, sino interlocutor. Cuando un gobernante miente a sabiendas sobre sus responsabilidades, no solo falta a la verdad: falta a sus ciudadanos.
Barbón puede no estar de acuerdo con las reivindicaciones de la enseñanza concertada. Puede defender otro modelo educativo. Está en su derecho. Pero lo que no puede –sin degradar el cargo que ocupa– es mentir sobre quién paga, quién decide y quién tiene la competencia. Porque cuando la política se divorcia de la verdad, ya no tenemos democracia: tenemos propaganda. Y eso, en una comunidad que se dice progresista, debería preocuparnos a todos.
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