Opinión

Carmen ya no sabe si votará a Barbón

La incomprensión que perciben los docentes de la concertada

Carmen soñaba con ser maestra en el colegio donde estudió de niña. Tenía ocho años, trenzas torcidas, un plumier de plástico azul, y una convicción firme: «Yo quiero enseñar aquí». Y lo logró. Hoy, Carmen entra cada mañana en el mismo colegio concertado donde aprendió a leer, donde conoció a sus mejores amigos y donde, ahora, intenta –con cada vez menos recursos– enseñar a leer el mundo.

Carmen es de Gijón, del barrio de Laviada. Su madre es cocinera en un geriátrico; su padre, conductor de Emtusa. Nunca les sobró nada, pero en su casa hubo siempre un compromiso con la educación. La concertada fue su opción porque quedaba a dos manzanas de casa y porque allí se respiraba comunidad, apoyo mutuo y un trato cercano que, a su madre, le devolvía algo de tranquilidad en los turnos de cocina interminables.

Pero el sueño de Carmen se está resquebrajando. Cobra lo mismo desde 2009. Mientras todo subía —la luz, el alquiler, la cesta de la compra— su sueldo se quedaba quieto, como si el tiempo no pasara para ella. Ha perdido poder adquisitivo, oportunidades, y también esperanza. A sus 32 años sigue viviendo en casa de sus padres, no por elección, sino porque con lo que gana no puede permitirse un alquiler digno en su propia ciudad.

En el aula, las cosas no van mucho mejor. Tiene que dar clase en espacios saturados, con apenas apoyos, sin personal suficiente para atender la diversidad del alumnado. «Hoy he tenido que comprar una cartulina con mi dinero para que puedan hacer un mural sobre biodiversidad», le contó a una amiga por WhatsApp. No es una excepción: es la norma. En su colegio hay niños con necesidades educativas especiales, pero no siempre hay un profesional que los atienda. Hay familias en situación de vulnerabilidad, pero no recursos para ofrecerles un refuerzo adecuado. Cuando un profesor cae enfermo, la Consejería tarda hasta diez días en enviar un sustituto. En ese tiempo, sus compañeros tienen que repartirse las horas, asumir más carga, estirar su jornada como quien estira una cuerda que, un día, puede romperse.

Y Carmen aguanta. Aguanta porque ama lo que hace, porque enseñar siempre fue su vocación, porque aún cree en el poder de la educación para transformar su barrio. Pero cada vez se le nota más el cansancio en los ojos, el desgaste silencioso de quien siente que da mucho más de lo que recibe.

No es solo la precariedad lo que la hiere, sino algo más profundo: el desprecio institucional. Escuchar al responsable del Gobierno del Principado afirmar que «ellos no son nuestros empleados» le parte el alma. Porque Carmen siempre se ha sentido —y se siente— servidora pública. Porque lo es. La ley lo dice con claridad: la red pública está formada tanto por centros públicos, gestionados por la administración, como por centros concertados, gestionados por entidades privadas. Y, en ambos casos, es la administración la encargada de garantizar los recursos necesarios para su buen funcionamiento.

Pero el Gobierno del Principado no lo hace. Y para justificarlo, engaña a los ciudadanos, tratando al centro de Carmen como si no perteneciera a la red pública, levantando un muro artificial entre docentes que realizan exactamente el mismo trabajo. Un discurso demagógico que alimenta el prejuicio retratando a los centros concertados como clasistas, elitistas, segregadores… ¿Clasista el colegio de Laviada, donde estudió media barriada obrera? ¿Elitista un centro donde las familias organizan rifas para reparar los baños? ¿Segregadora una escuela donde conviven niños de catorce nacionalidades distintas y donde la diversidad no se enseña, se vive? Carmen ya no sabe cómo defenderse de todo eso sin que le tiemble la voz. Solo sabe que cada mañana entra en clase con la misma ilusión de siempre, pero con un peso que cada día cuesta más sostener.

Lo que no logra comprender —y lo que más la enfurece— es escuchar a quienes se dicen socialistas alegrarse de su precariedad, despreciar su lucha por unas condiciones dignas o desear que su centro cierre y ella pierda su empleo. Le cuesta entender cómo puede llamarse de izquierdas quien celebra el empobrecimiento de una trabajadora por el lugar donde ejerce su profesión.

Carmen siente que algo se ha roto. En su casa siempre se votó socialista. Su madre todavía guarda una foto de Felipe en la cocina. «A mí que no me toquen al PSOE», dice a menudo entre risas. Pero Carmen ya no ríe tanto. Desde que comenzó el curso, ha visto cómo su trabajo se devalúa, cómo su vocación se convierte en diana de ataques ideológicos, cómo se criminaliza a su colegio por no ser de titularidad estatal. «Yo no trabajo para una empresa, trabajo para los niños de mi barrio», repite reclamando la dignidad que se merece.

A Carmen no la van a callar con discursos vacíos ni con campañas de propaganda. Y aunque su madre la mire raro cuando lo dice, ya no tiene claro si votará a Barbón en las próximas elecciones. «Yo creía en la solidaridad de la clase obrera. Pero ya no sé si ellos creen en nosotros». n

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