Opinión

Nadie al volante

Los escándalos de corrupción sumen al Gobierno en la inacción y al país en la orfandad

Al levantarme esta mañana, he subido la persiana como cada día, para ver qué tiempo hace. Labor inútil en Madrid en el mes de junio, ya que todos los días hace lo mismo: sol y calor. Sin embargo, algo diferente rompía la tórrida rutina de cada mañana: las banderas nacionales habían vuelto a florecer en los balcones del edificio de enfrente. ¿Qué se celebra?, me pregunto. No es ninguna conmemoración patria, ni el día de las Fuerzas Armadas y el 2 de mayo ya hace tiempo que ha pasado.

Pronto caí en la cuenta de que las banderas ya no son un símbolo festivo. Las banderas se han convertido en estandartes reivindicativos. Lo fueron el 1 de octubre de 2017, cuando en un referéndum ilegal se votó la independencia de Cataluña. Y lo volvieron a ser, coronadas con un crespón negro, durante la pandemia y el subsiguiente confinamiento en 2020.

Pero estas banderas de hoy, a primeros de junio, en una zona árida del calendario, ¿qué pintan?, ¿qué reivindican?, ¿qué demostración de dolor nos ofrecen? Debo reconocer que el barrio de Chamartín, donde vivo, es más bien de derechas y muy aficionado a la rojigualda, así que no tardé en relacionar las banderas con los últimos casos de corrupción que salpican al Gobierno socialista y la crisis institucional que vive el país.

El Gobierno está sumido en lo que ahora se llama el síndrome del "burn out". El presidente, tras un periodo noqueado, en shock, ha contraatacado con una euforia tal que cualquiera diría que le han venido bien los casos de corrupción como acicate. Los ministros parecen menos entusiasmados. Como si estuvieran a la espera de alguien que se ponga al volante del Gobierno y cansados de jugar al "y tú más". Conforman un gobierno que no gobierna. Sin presupuestos, con unos socios –nacionalistas y extrema izquierda– frotándose las manos pensando en qué tajada pueden sacar de esta situación de debilidad. Conteniendo las embestidas de la oposición, siempre hurgando en la herida, pero sin ofrecer una sola solución que no sea "váyase, señor Sánchez". Y con la temida extrema derecha, que alterna el rosario con el "Cara al sol" ante la sede socialista.

Lo cierto es que nadie ha apuntado una solución sensata. ¿Moción de censura? Para qué. Los mismos socios de siempre seguirán apoyando al actual Gobierno, sea cual sea el grado de corrupción, con la conciencia tranquila porque están frenando al fascismo. ¿Elecciones anticipadas? ¿Para qué? Para que, a lo sumo, el PP logre una inestable mayoría con Vox, contestada por medio país. ¿Que se vaya Sánchez? ¿Para qué? La formación de un gobierno provisional con alguna de sus vicepresidentas al frente hace que parezca peor el remedio que la enfermedad.

¿Será verdad que este país es ingobernable como se ha dicho tantas veces para justificar la dictadura? Me niego a creer en atavismos trasnochados. Una cosa es que no tenga la clase política que merece –a los audios me remito– y otra muy diferente que la culpa sea de los votantes, como asegura Sánchez sin ningún rubor. Que los españoles son capaces de vivir dignamente en democracia ya lo demostraron en las ahora denostadas cuatro décadas de mayor prosperidad de nuestra historia.

Nuestros dirigentes no son conscientes de que están jugando con fuego. No se puede tener un país paralizado. Hay una sensación de provisionalidad, de que está todo a medio acabar. A estas alturas, casi dos meses después, nadie ha ofrecido una explicación medianamente verosímil sobre el apagón; es más, se anuncian nuevos apagones para el verano. Hay una sensación de impunidad, favorecida no sólo por la falta de contundencia en este último caso, sino por casos anteriores –amnistía para Puigdemont, perdón para los responsables de los ERE–, en los que los responsables se fueron de rositas.

Las banderas en los balcones solo contribuyen a aumentar la polarización. Si acaso, pueden ser el síntoma de impotencia de una ciudadanía desengañada con sus dirigentes. La democracia requiere muchos cuidados, muchas atenciones, mucho respeto. Si ni siquiera los políticos la respetan, no pueden pedir a los ciudadanos la ejemplaridad que ellos no demuestran. El populismo nace precisamente de esa sensación de orfandad que comienza reclamando líderes fuertes y acaba como todos sabemos.

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