Opinión
Somos un cuerpo
Unos días atrás me invitaron a participar, junto a otras dos escritoras, en una mesa redonda bajo el título de "Habitar el cuerpo: mujeres", dentro del festival Europalia. Acepté de inmediato, no sólo por quien cursaba la invitación, una gestora cultural especializada en el terreno literario a la que aprecio en lo personal y en lo profesional, sino por el trasfondo de la conversación propuesta, que tendrá lugar en Bruselas dentro de unos meses.
Poco después, a punto de comenzar el fin de semana, cada vez menos distinguible del resto de días, en un agotador continuo de trabajo y compromisos, vi en Instagram, ese patio vecinal, una "storie" de Sabina Urraca. Era una fotografía tomada en la terraza de su piso en la que aparecía con la cabeza metida en una palancana.
En el texto que acompañaba a la imagen, la autora explicaba que, debido a una migraña que sólo podía contener, o sobrellevar, de ese aparatoso modo (quienes sufrimos cefaleas así sabemos las bondades de las inhalaciones de vapor de agua con aceite de lavanda), se veía obligada a cancelar sus firmas en la Feria del Libro de Madrid.
Al leerlo, me acordé del título de la charla de Europalia, "Habitar el cuerpo", con ese añadido final, mujeres, tan específico. Aquel día yo también tenía firmas en el paseo de Fernán Núñez del parque del Retiro, mañana y tarde. En la última caseta en la que estuve, la de La Libre de Barrio, una librería asociativa de Leganés (Madrid), sin parar de agitar el abanico que más tarde regalé a Eduardo Mendoza, agobiado por el intenso calor, una de las libreras sacó, sin saberlo, el tema de la mesa redonda de Bruselas.
Contó que tenía sofocos, esa "sensación de calor, muchas veces acompañada de sudor y enrojecimiento de la piel, como la que suelen sufrir las mujeres en la época de la menopausia", según la segunda acepción del término en el diccionario de la RAE. Los sufría cada vez más, eran cada vez peores.
Entonces yo confesé, a las tres libreras a las que les tocaba turno y a mí misma, ya que nunca antes lo había verbalizado, que, desde hace tiempo, en los días previos a tener la menstruación (iba a escribir "ponerme mala", pero he decidido prescindir, también aquí, de tan histórico eufemismo) me siento fatal, tanto anímica como físicamente. Dolores parecidos a los que experimentaba cuando sufría cólicos nefríticos, un cansancio sobrevenido y un decaimiento generalizado que me lleva a verlo todo de manera negativa, al pesimismo como condición vital.
Me encuentro mal, muy mal, y, a pesar de saber el motivo, las hormonas revolucionadas en plena ovulación, el cuerpo padeciendo ese desajuste químico, no consigo racionalizarlo ni controlarlo. También les pasa a ellos, intervino una de las libreras, pero no lo dicen. A nosotras nos sigue costando horrores expresarlo, pensé luego, acabado el debate. Yo, sin ir más lejos, soy experta en ignorar a mi cuerpo, en intentar vivir de espaldas a él, sin escucharlo.
Al volver a casa ese sábado, agotada y con el ánimo por los suelos, consciente de en qué fecha del mes me encontraba, retomé la lectura de una novela bellísima y conmovedora, "Lluvia pequeña", en la que Garth Greenwell cuenta, partiendo de su propia experiencia, la estancia de un poeta en la UCI de un hospital a causa de un dolor repentino e insoportable: "No era más que una cosa minúscula acuclillada, una pizca de materia terriblemente asustada, totalmente insignificante, el mundo entero". Sí, somos un cuerpo, todos, sin excepción.
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