Opinión | La mirada de Lúculo / Crónicas gastronómicas
Algo más sobre el fantástico chipirón de anzuelo
Historias de islas verdaderas y calamares de potera, los desórdenes por la cinetosis y las preciadas yemas de los huevos de gaviota sombría con sabor a pescado

Algo más sobre el fantástico chipirón de anzuelo / Pablo García
La primera y la última luz del día son los mejores momentos y, por lo general, los más productivos para la pesca con anzuelo del calamar. En las aguas de la pequeña isla gallega de Ons, rodeada de otros islotes, el italiano Ernesto Franco, que fue director general de Einaudi y traductor de Vargas Llosa, Borges, Paz, Cortázar y tantos otros autores de la lengua española, cuenta cómo la barca se desliza por inercia en el sereno del ocaso, hasta que El Pilota decide apagar el motor, más de tres millas mar adentro, donde no se oye nada, no sopla el viento y no hay luna. Hay que esperar a que oscurezca por completo antes de lanzar el sedal.
En "Historias fantásticas de islas verdaderas", precioso librito que acaba de publicar la editorial Gatopardo, Franco recrea el episodio sobre la pesca con potera que me ha hecho volver a recordar aquella tarde noche inolvidable en la que apenas iluminado por la luz de un farol, con la barca detenida en medio de la inminente oscuridad, y un mareo de campeonato vomité un par de veces. Estábamos al chipirón, no en las islas gallegas pero sí en aguas de la costa de San Sebastián, y me había olvidado de la biodramina. He leído que mientras navegamos se produce un conflicto entre nuestros sentidos, el oído interno le dice al cerebro que nos estamos moviendo, mientras que la vista informa de lo contrario. Este desajuste produce una desorientación, y esta es la causa de que aparezca el mareo con efectos inmediatos como sudoraciones, malestar, vértigo, náuseas e incluso vómitos. Es la cinetosis. Parar después de haberse movido permaneciendo a flote en medio del balanceo del agua, aunque este sea mínimo, puede reproducir otra pequeña discrepancia y ser causa de una nueva desorientación.
Aquella vez quedé enseguida en fuera de juego y a partir de ahí no dejé jamás de tomar precauciones antes de embarcarme. Con la vista algo nublada veía cómo los chipis picaban uno tras otro en intervalos de tiempo que, en mi estado, se hacían inacabables. La potera es un señuelo de pesca, generalmente de plomo con anzuelos afilados, que se utiliza para atraer y capturar calamares de pequeño tamaño, potas ( de tamaño grande) y jibias.
Con este aparejo se cogen uno a uno por los tentáculos y cuando suben a bordo de la embarcación siguen vivos. Intactos y resbaladizos por su mucosidad. Por la forma y la época en que se capturan tienen un aspecto y unas cualidades organolépticas diferentes a los de las redes de arrastre que sufren, además, arañazos. Debido al tiempo de desove, la carne del calamar de potera es de suave textura y algo dulzona. No hay que lavarlos mucho para que no pierdan sus propiedades. La mejor forma de comerlos es a la plancha, pero en su densa tinta son un bocado de primerísima categoría. Ernesto Franco lo cuenta así en su fantástico libro de las islas: "El Pilota tira del sedal. Acto seguido lo suelta un movimiento constante y armónico de los brazos que vislumbro en la oscuridad, entre las haces de luz del farol. Nuestra potera tiene anzuelos sin agalla, así que las potas se desenganchan con el menor vaivén y pretenden escapar. Sin embargo, para huir deben nadar en sentido inverso a la fuerza que las arrastra a la superficie, y como resultado los anzuelos se les clavan aún más. El Pilota ha cogido una y, al alzarla, el cefalópodo suelta un chorro de tinta que me pone perdido. De la cabeza a los pies".
Durante todo el verano y hasta noviembre la potera tiene su apogeo. Pero como se trata de una pesca selectiva y rudimentaria, no resulta fácil encontrar en los restaurantes esos chipirones pequeños y de tamaño medio de anzuelo, los ejemplares más preciados, en cuanto a bocado y sabor. Cuando los veo los pido y siempre me quedo con ganas de comer más. Son contadas las piezas y muy pocos los que cuentan con proveedores. Los penúltimos fueron en Casa Arturo, el restaurante de la Plaza San Miguel, de Oviedo, tratados con esmero y delicadeza como requiere la fina naturaleza del propio chipirón. Y, recuerden, no piquen el anzuelo porque no todo lo que venden por calamar de potera lo es en el estricto sentido de su definición.
Pero hay una historia más dentro de las historias fantásticas verdaderas que nos cuenta Ernesto Franco. Es la de la "gaviota sombría", una especie casi extinta de la que apenas queda una pareja, o dos como máximo; la suerte es que a nadie se le ha pasado por la cabeza acabar con ella. Lo más preciado son sus huevos, de color oliva tirando a beige, con manchas marrones, famosos en todo el mundo por su exquisito sabor a pescado. No hay marinero en ningún puerto del mundo, escribe Franco, que no sueñe con probar, al menos una vez en la vida, la yema de huevo de la gaviota sombría, "para cerrar los ojos y saborear bogavantes, doradas, lubinas, ostras y erizos de mar en una mezcolanza que no es amalgama sino percepción diferenciada y absoluta, e instantánea, de cada aroma".
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