Opinión

Del origen a la expansión por el planeta

El biólogo y paleontólogo Antonio Rosas y el cardiólogo José Julián Rodríguez Reguero explican en este artículo las razones por las que los ancestros de los primates, el orden al que pertenece el Homo sapiens, comenzaron a expandirse por el planeta y adaptarse a todos los hábitats. Esta es la segunda entrega de una serie de textos que irán publicando en sucesivas semanas con los que ambos quieren contribuir a que la teoría de la evolución de Charles Darwin, sujeta todavía hoy, siglo y medio después, a cuestionamientos ideológicos, culturales o religiosos, ocupe el lugar que le corresponde en el conocimiento de las sociedades contemporáneas.

Hace unos 65 millones de años, un evento catastrófico –probablemente el impacto de un asteroide– provocó la extinción de los dinosaurios y muchas otras especies. Este acontecimiento permitió que los mamíferos, hasta entonces poco relevantes en los ecosistemas, comenzaran a diversificarse y ocupar nuevos nichos ecológicos. Entre ellos se encontraban los ancestros de los primates, el orden al que pertenecemos.

Los primates evolucionaron con rasgos particulares como la visión tridimensional, manos hábiles y cerebros relativamente grandes. De este grupo surgieron los grandes simios africanos, y dentro de esa línea, se diferenció la tribu de los homininos, que incluyen a todas las especies humanas, vivas y extintas. Lo que nos distingue en esta rama evolutiva es, entre otras cosas, la bipedestación, es decir, caminar erguidos sobre dos piernas. Esta forma de locomoción liberó las manos y permitió manipular objetos y posteriormente el uso y fabricación de herramientas. Pero, además, también hizo posible recorrer largas distancias con menos gasto de energía, algo que resultó muy útil cuando los primeros representantes del género Homo se aventuraron a vivir en entornos abiertos como las sabanas africanas, hace más de 2 millones de años.

Nuestra especie, Homo sapiens, apareció en África hace unos 300.000 años. En aquel tiempo, no éramos la única especie humana que vivía en el planeta: convivimos con otras como los neandertales en Europa o los denisovanos en Asia. Pero con el tiempo, Homo sapiens fue la única que sobrevivió y se expandió por todo el planeta.

Uno de nuestros rasgos más distintivos es el gran desarrollo del cerebro, tanto en tamaño como en complejidad, lo que nos permite pensar simbólicamente, comunicarnos con lenguajes complejos y transmitir cultura de generación en generación. Pero este cerebro grande también trajo consigo ciertos desafíos. A nivel reproductivo, el aumento progresivo del tamaño cerebral en los fetos humanos impuso una fuerte presión evolutiva sobre la anatomía de la pelvis femenina. Esto generó un compromiso entre dos exigencias contradictorias: mantener una pelvis lo suficientemente estrecha para una locomoción bípeda eficiente y, al mismo tiempo, lo bastante ancha como para permitir un parto viable. Este conflicto se conoce como el "dilema obstétrico". Con un cráneo en expansión y un canal del parto limitado por las exigencias del bipedismo, la evolución encontró una solución intermedia: acortar el periodo de gestación. Como resultado, los seres humanos nacen en un estado especialmente inmaduro, lo que los hace altamente dependientes de sus cuidadores y del grupo social desde el primer momento de vida.

A medida que nuestro cerebro creció, también lo hicieron nuestras necesidades energéticas. La dieta cambió: se incorporó más carne y alimentos cocinados, lo que facilitó una mejor digestión y un aporte calórico más eficiente. Además, con el tiempo, el control del fuego y el uso de herramientas cada vez más sofisticadas transformaron por completo nuestra forma de vida.

Cuando Homo sapiens comenzó a salir de África, hace unos 60.000 años, tuvo que adaptarse a entornos muy diversos: desde desiertos hasta las zonas polares. La plasticidad fenotípica y la selección natural favoreció ciertas características según el ambiente. Por ejemplo: en las alturas de los Andes o del Tíbet, algunas poblaciones desarrollaron una mejor tolerancia al bajo nivel de oxígeno; un rasgo por cierto que las poblaciones del Himalaya adquirieron por trasferencia génica desde los denisovanos. En regiones afectadas por la malaria, como en África y hasta hace muy poco también el Mediterráneo, se mantuvieron genes que ayudan a resistir la enfermedad, aunque con algunos efectos secundarios. La pigmentación de la piel también cambió: en zonas con baja radiación ultravioleta se favoreció una piel más clara, que facilita la producción de vitamina D. Incluso hay diferencias en la musculatura según el origen geográfico, como la mayor proporción de fibras musculares rápidas en poblaciones africanas, que se ha relacionado con habilidades para la velocidad.

En resumen, Homo sapiens ha logrado adaptarse a prácticamente todos los hábitats del planeta, no por ser el más fuerte ni el más veloz, sino gracias a su capacidad para aprender, colaborar, fabricar herramientas y transformar el entorno. Nuestra larga historia evolutiva es el resultado de la interacción constante entre la biología y la cultura, un proceso que continúa hoy, guiado por factores antiguos y nuevos que siguen modelando el destino de la humanidad.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents