Opinión

Estado de provisionalidad

Un viaje de Madrid a Gijón en AVE, metáfora de la transitoriedad en la que vivimos

Año y medio después de la solemne inauguración de la Variante, la alta velocidad ferroviaria que une Asturias con la capital sigue sin ser una realidad plena. "Asturias entra de lleno en el siglo XXI", proclamó el presidente Barbón. Puede que así sea, pero algunas infraestructuras siguen el siglo pasado. La "estación provisional de ferrocarril de Gijón", así llamada oficialmente, es toda una metáfora de la situación de transitoriedad en que vive la región y el país.

La terminal es tan pequeña que las colas que se forman para acceder a los trenes apenas si caben dentro de la sala de espera y, con frecuencia, superan el espacio del recinto. Es recomendable no acudir con mucho tiempo de antelación, ya que lo más probable es que tenga que permanecer de pie hasta que se abra el acceso al tren. Conseguir uno de los pocos asientos disponibles –no más de diez– es misión imposible.

No parece una infraestructura a la altura de una ciudad de 275.000 habitantes. Me atrevería a decir que anteriores estaciones –la de Langreo y la del Norte– tenían mejores servicios que la actual. Por si fuera poco, el lugar en el que está enclavada no ofrece al visitante una imagen muy agradable de Gijón. Lo primero que ve el viajero, al salir a la ciudad, son los bajos de un puente donde los sin techo se disputan el espacio para colocar sus colchones.

La provisionalidad va para largo, ya que no se prevé que comiencen los trabajos de la nueva estación hasta después del verano de 2026. Y no es sólo la estación. Asturias, a diferencia de la mayoría de los destinos de Alta Velocidad, tiene cerrado el acceso, no se sabe por cuánto tiempo, a las operadoras privadas que ya han mostrado su interés por el trayecto. Adif prefiere el monopolio, aunque eso suponga menos frecuencias y precios más caros para los viajeros.

La provisionalidad no se acaba en Asturias. Recurrentemente, los trenes realizan extrañas maniobras en León, extrañas al menos para el profano, que de evitarse acortarán los tiempos del viaje. Como también lo acortaría si en un punto entre Palencia y Valladolid el convoy de Alta Velocidad no tuviera que circular a 20 por hora o incluso detenerse hasta que pase el convoy que viene en dirección contraria.

Las incidencias tampoco finalizan ahí. Como si se cerrara un círculo, uno termina el viaje en otra estación que lleva ya mucho tiempo siendo provisional y escenario de continuos percances. Chamartín está en obras desde marzo de 2023, obras que no finalizarán, si todo va bien, hasta 2026. El viajero se encuentra, tanto en la salida como en la llegada, con tremendas aglomeraciones. Con interminables pasillos para acceder al Metro o a los taxis, un laberinto por el que un sinfín de operarios va dirigiendo a la multitud, a voz en grito, para evitar confusiones. Hay tantos chalecos amarillos –obreros, auxiliares, guías...– que engordan aún más las aglomeraciones de los 60.000 viajeros que utilizan cada día la estación.

Todo ello suponiendo que se trate de una jornada "normal", que últimamente suelen ser las menos. Hace solo unos días, un descarrilamiento provocó que durante horas no entrara ni saliera ningún tren de la estación, provocando el subsiguiente caos.

En España nos hemos acostumbrado a la provisionalidad. A que incidencias, averías y andamios sean la norma y no la excepción. Ocurre con las infraestructuras, pero también con la política, donde la corrupción, el "y tú más", el incumplimiento de las promesas electorales, la falta de respeto a las instituciones del Estado o el todo vale para permanecer en el poder han pasado de ser excepción para convertirse en norma. Este país necesita estabilidad y salir de la provisionalidad, argumentaba estos días el propio presidente. Pero lo cierto es que llevamos ocho años –los de su gobierno– sumidos en una situación de inestabilidad, precariedad y excepcionalidad.

Vamos camino de convertir en realidad la vieja viñeta de "Hermano Lobo", en la que un político se dirige a la audiencia desde el estrado al grito "¿Nosotros o el caos?". La masa le responde "¡El caos, el caos!". Y el político concluye: "Es igual, también somos el caos".

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