Opinión
¿Elijo lo que como?
Carta o menú, la convivencia de la oferta en las cocinas peligra dada la evolución de los restaurantes a lo largo de los últimos siglos

¿Elijo lo que como? / LNE
La evolución en los restaurantes ha significado cosas buenas y otras peores. Por ejemplo, cuando en París abrieron sus puertas los primeros, el punto fuerte era, sin duda, las mesas separadas que ofrecían a los comensales una mayor intimidad que las comunes, hasta ese momento propias de las tabernas y los figones. Salvo en los comedores más atentos de la alta cocina, ningún establecimiento de comidas garantiza en nuestros días la distancia prudencial entre los clientes y menos aún en la capital de Francia, donde algunos bistrós se caracterizan precisamente por el encarcelamiento de las personas que deciden comer allí. Se ha sacrificado la comodidad en aras del negocio y de la espontaneidad más informal. Sentarse en una mesa en un local ruidoso para que a uno "le echen" de comer, con los vecinos pegados al cogote es lo más natural del mundo. Todo ello, sí, aderezado en muchos casos por el camarero que atiende la mesa interrumpiendo las conversaciones y presentando cada plato, con sus ingredientes, como si se tratara de algo absolutamente especial y digno de atención. Digamos que esto forma parte del signo de los tiempos y de las modas más absurdas.
La carta, otro elemento singular en los albores de los restaurantes, indisoluble de su significado esencial, sufren igualmente alguna que otra atrofia. Comer fuera ya no se distingue solo por la ventaja de poder elegir las comidas entre una oferta razonablemente variada: en muchos lugares se obliga a comer únicamente lo que el chef quiere. Eso suele venirle bien a la cocina pero no tanto al cliente. Cuando los recursos del cocinero son limitados y hasta justos cabe entenderlo; pero hay otros casos en los que esa propuesta reducida no se sostiene por mucho interés gastronómico que la justifique. No, al menos, para los que creemos que tampoco es necesario que el cocinero de turno nos pretenda dar a probar todo lo que sabe hacer en una sola comida y un golpe agotando cualquier expectativa futura. Incluso cuando la voluntad es buena, resulta tiránico.
En Le Doyen, de los Campos Elíseos, cuenta la Historia que la carta escrita figuraba colgada de la pared como un cuadro. Esa primera iniciativa del siglo XVIII supuso una huella indeleble que permanece como una tradición en el país vecino, el primero en valerse de las pizarras con los menús en sus casas de comida, y en el resto del mundo en el que de un confín a otro las ofertas de la cocina figuran rotuladas en las paredes de bares, mesones y algunas casas de comida. Brillat-Savarin recordaría más tarde que solo es restaurante el que permite que el cliente elija de una carta que le ha entregado el camarero. Esto, como saben, ha ido a menos desde la pandemia en la que se impuso otra dictadura incómoda y tremendamente absurda después de pasada la epidemia: la de leer el código QR con el teléfono para averiguar lo que uno puede comer o beber. Una auténtica lata que habría que denunciar; al cliente hay que ahorrarle esa clase de estrés por mucho que la familiaridad con los dispositivos móviles sea también otro signo de los tiempos. La pandemia trajo, además, consigo la desaparición de algunas barras algo que, pese a la tradición, resulta menos discutible por tratarse en cada caso particular de pura estrategia de negocio.
A finales del siglo pasado la tomamos con las cartas interminables plagadas de enunciados rimbombantes, cuando no pretenciosamente estúpidos. Por ejemplo, en España siempre que se utilizaba el artículo francés para anunciar, pongamos por ejemplo, un lomo de merluza. "El lomo de merluza con…", y apetecía incordiar preguntándole al jefe de sala o al camarero si solo disponían únicamente de uno. Las economías de cocina y el turismo propiciaron después, en Francia fundamentalmente, la llegada de los menús reducidos con la ventaja de poder escoger entre media docena de entrantes y otros tantos platos principales, además de postres. La reducción impuesta en la oferta está justificada en lo que atañe a los menús estacionales: las hortalizas de temporada, los pescados de la lonja y las carnes en función del momento y la oportunidad. Es lógico considerarlo así.
Los llamados menos de degustación, en muchos casos no ya largos sino interminables, están dictados, en cambio, por la voluntad del chef y se prodigan durante meses precisamente para no tener, supongo yo, que introducir modificaciones dada la extensión. Algunas veces, comiendo, en el mismo almuerzo me he olvidado de lo que me sirvieron al principio cuando voy por el octavo pase y aún me queda una media docena. No acabo de verlo y, a veces, sigo tragando porque no hay más remedio. Otras, por el influjo o los méritos del cocinero, la novedad o el hecho de tratarse de un restaurante que no podré frecuentar o al que me será difícil volver, intento buscarle una justificación. Y la encuentro.
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