Opinión
Quietud y violencia
Dueño de un gran estilo en un tiempo de fáciles distracciones literarias, su obra obliga al lector a escuchar su propia respiración con una escritura bellamente dolorosa
Si alguien pretende hallar confort en la literatura no lo encontrará en el húngaro Lázsló Krasznahorkai, que pertenece y a mucha honra al estruendo interior, al silencio que duele y al vértigo de quien contempla lo marginal, aquello que se descompone, lo que se obstina en no morir del todo. Su escritura jamás resulta tranquilizante, combina una extraña mezcla de quietud y violencia con frases que se estiran como cuerpos exhaustos, palabras que no ceden; evocaciones que parecen alargar el aire hasta que se quiebra. En "Melancolía de la resistencia" (2001), una de sus mejores novelas, o en "Sátántangó" ("Tango satánico", 2017), no es la trama lo que retiene al lector con los ojos pegados a las palabras, sino ese lentísimo temblor de la espera, la deriva humana hacia lo inevitable, lo incomprensible. La amenaza de destrucción apocalíptica se cierne sobre ellas mediante un ritmo que brota de la desesperación, una paisajística del dolor y de lo grotesco que de repente se abre como una flor venenosa.

Quietud y violencia
En la obra de Krasznahorkai alternan las acumulaciones de lenguaje, la erudición propia de un autor tan familiarizado con los clásicos de la filosofía budista como con la tradición intelectual europea, personajes obsesivos y paisajes empapados de lluvia que producen una impresión de modernismo tardío endurecido: puntillistas, elegantes y delicadamente divertidos. Su gravedad tiene garbo, como sucede con Thomas Bernhard, con quien en determinados momentos no cuesta emparentarlo, y es ese estilo el que hace parecer liviana cualquier pesadumbre aparente en sus textos.
Nobel merecidísimo. Pocas obras de nuestro tiempo poseen la densidad del estilo de Krasznahorkai, la gravedad secreta del mundo que revela y la intransigencia con la que interroga al lector y lo deja expuesto, tal vez vulnerable, pero también vivo después de haberlo recompensado con una escritura tan elocuente como la suya. En la Hungría de 1954, año en que nace el autor de "Melancolía de la resistencia", surge precisamente esa tensión que traslada a su libros. La de un país atrapado entre la historia, los mitos, los choques de imperios; un idioma extraño que suena como una maldición antigua. La misma Hungría comunista de la que escapó en 1987 buscando otros cielos en Berlín, Mongolia, China y Japón.
Según él mismo contó, viajes interiores más que turísticos. Cada geografía está en su prosa: la asfixia, la espera, la luz, los pueblos quietos, las estaciones interminables, los personajes traducidos en sombras como en las películas de Béla Tarr, que supo llevar sus libros al cine. Personajes sombríos, sí, porque en ese laberinto no solo de pasillos o espejos, sino de percepciones, de voces interiores que compone la obra de Krasznahorkai, proliferan los protagonistas incapaces de pedir permiso antes de ser arrojados al abismo, seres lánguidos y recónditos que habitan mundos que ya están muertos o en ruinas. Por lo general buscan algo tan intangible como la redención, o tan palpable como la culpa y la curiosidad. En ocasiones de un modo luminoso.
Con esta distinción al autor húngaro ha sido premiada, además, una fe inquebrantable en lo literario: la facultad de creer que una frase puede pesar más que el ruido cotidiano y que un párrafo interminable pueda contener mayor fulgor que cien verdades sueltas.
En la obra de Krasznahorkai, para quienes se atrevan a penetrar en ella, domina una especie de elipsis demorada con la que pretende evocar todo aquello que duele; paisajes hermosos y sombríos a la vez; una cartografía abrupta de la peregrinación humana; murmullos secretos premonitorios; la búsqueda del lenguaje como territorio fronterizo entre lo que se ve y lo que se teme, entre lo que se nombra y lo que uno se calla.
Estamos ante un maestro de la fábula pesimista, un escritor que parte de la "derrota del pensamiento" para plasmar los abusos de un poder que elige la intimidación como arma. Sin prescindir del humor negro desesperado, como un rescoldo entre las ruinas del incendio, que no aligera, sino que subraya lo absurdo de la condición humana, la realidad grotesca, la tragicomedia en definitiva. En "Relaciones misericordiosas" (2023), sus relatos breves, publicados por Acantilado como el resto de su producción, esta tensión se concentra y en un solo incidente pueden desencadenarse ecos morales y filosóficos engarzados siempre por una chispa oscura.
El Nobel le ha sido concedido, según la Academia Sueca, por "su obra convincente y visionaria". Expande la conciencia y no deja al lector indiferente. Obligatoriamente gira el foco hacia nuestros abismos interiores, al silencio de la historia y al eco de la destrucción, al insomnio moral que despierta cuando callamos o miramos a otro lado. En un tiempo en que la distracción es de consumo rápido y entretenimiento barato con novelas que buscan agradar, o en las que muchos autores pretenden que prestemos atención a sus irrelevantes vidas, László Krasznahorkai obliga al lector a escuchar su propia respiración sin aportar respuestas fáciles. Tampoco promete alivio. Ofrece una escritura bellamente dolorosa y una literatura imprescindible, además de rigor e intensidad.
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