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Opinión | Soserías

El Prócer y la Historia

Un ser irrelevante glorificado por la política doméstica

El Prócer, altivo, ignorante, sectario y plagiario, se hallaba inquieto, observando con determinación, pendiente de todos los detalles, enredado en la maraña burlona de las dudas.

El Prócer era la desnuda imagen del titubeo. El Prócer, admitámoslo, se sentía un punto alelado.

La Historia, por su parte, oronda, atiborrada de siglos, desparramada en volúmenes y más volúmenes, ahíta de fechas, salpicada de sangres, coronada en mil coronaciones y curtida en mil batallas, miraba al Prócer, le confundía con unos guiños que el aturdido no acertaba a comprender, envuelto como estaba en un carrusel de enigmas.

La Historia, victoriosa como el Tiempo que nunca muere, desplegaba una catarata de voces, de ecos, y avanzaba chorreante de gestas, guerras y alzamientos.

La Historia era una madeja de barricadas, de banderas como metáforas, de paces, de treguas, de ruinas, de cadáveres, de lutos, también de glorias y de fulgores, de avenidas intransitables por los desfiles marciales, de cantos como aureolas ...

La Historia miraba con desprecio al Prócer, a quien tenía –¿para qué engañarnos?– por un chisgarabís.

Cuando el Prócer advirtió las trampas que incesantemente la Historia le tendía, acabó estallando con esta frase que precisamente ha quedado para la Historia:

–¡Estáte quieta, jodía, que me quiero poner en tu lado correcto y me obligas a hacer cabriolas!

El Prócer soñaba, en efecto, con estar en el lado correcto de la Historia, allá donde los fulgores emiten sus mejores reflejos, allá donde se cosechan los éxitos contundentes: en las Termópilas con los griegos, en las guerras púnicas con los romanos, en la batalla de Zama con Escipión, en Lepanto con la Liga Santa, en Waterloo contra Napoleón, en Trafalgar con Nelson, en Stalingrado con los rusos y por ahí seguido.

El Prócer quería, en definitiva, disponer de la brújula de los grandes vaivenes y de los misterios en que se mece el mundo desde los días de la Creación.

El Prócer no quería quedar arrojado en las cunetas de la Historia ni en las trincheras que lloran a sus muertos y ponen vendajes a los heridos.

El Prócer era un compendio de vanidad, con los andares del perdonavidas, bravucón entre los compañeros que le odian pero le aclaman, un ser irrelevante glorificado por la política de calderilla, doméstica, podrida.

Pero su ambición, negra como una boina, le lleva a querer desafiar a la Historia, madama acostumbrada a transitar por donde le da la gana, sin prestar atención a los mequetrefes.

Y ahí es donde se encuentra la ridiculez de la figura del Prócer.

–¡Quédate quieta –le espeta de nuevo– que no logro coger postura en tu lado correcto!

Y la Historia, monótona en sus desaires, se aleja dejando su estela de paradojas.

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