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Opinión

El tabú del Islam y el silencio de Europa

La crítica al fanatismo ha dejado de ser libertad para convertirse en herejía

Europa, paralizada por su culpa histórica, ha convertido la autocensura en virtud. Criticar el fanatismo ya no es libertad, sino herejía. Así, entre miedo y buenismo, el continente que enseñó al mundo a pensar se ha quedado sin voz.

Christopher Hitchens lo advirtió hace décadas, cuando aún se podía hablar sin pedir permiso: la palabra islamofobia no nació para describir una injusticia, sino para imponer un silencio. Un término diseñado para transformar la crítica legítima en blasfemia laica, el pensamiento libre en delito de odio. Su advertencia, ignorada entonces, resuena hoy como profecía cumplida: Europa, cuna de la Ilustración, vive aterrada, no por Alá, sino por el miedo a parecer racista.

El continente que enseñó al mundo a dudar ahora teme pensar. En nombre de la tolerancia, se ha impuesto la autocensura; en nombre del respeto, el olvido. Ya no se puede señalar la violencia que emana del fanatismo islámico sin ser acusado de intolerancia, mientras el Cristianismo se ridiculiza sin consecuencias en series, exposiciones o pancartas. Hemos pasado de la cristianofobia de moda al tabú sagrado del Islam, donde toda crítica es sospechosa y toda advertencia, delito moral.

Europa sufre un nuevo tipo de colonialismo invertido: el del complejo de culpa. El europeo occidental –el heredero de la Ilustración–, traumatizado por su pasado imperial, pide perdón incluso antes de hablar, ansioso por demostrar que ya no oprime, que ya no manda. En ese gesto de autoflagelación cultural, abraza causas que no entiende y que –peor aún–lo desprecian. Así surgen los Queers for Palestine, marchando bajo las banderas de quienes, si pudieran, los ejecutarían. Es la gran paradoja de nuestro tiempo: la víctima solidaria con su verdugo; el privilegio arrodillado ante el dogma.

No se trata de religión, sino de poder. En toda Europa, el Estado empieza a perder terreno frente a comunidades donde la ley se sustituye por costumbres. Suecia, por ejemplo, mantiene desde 2015 una lista oficial de "áreas vulnerables": en 2023 eran 59, con criminalidad organizada, amenazas a testigos y, en los casos más graves, sociedades paralelas que dificultan la acción policial.

En Bélgica, el distrito de Molenbeek ha sido objeto de investigaciones por vínculos logísticos de algunos de sus residentes con los atentados yihadistas de París de 2015 –no porque la comuna sea "intocable", sino porque los vacíos de autoridad local fueron aprovechados por quienes buscan imponer su ley.

Y en Londres, la justicia británica condenó a miembros de las autodenominadas Muslim Patrol, que intentaron aplicar en la vía pública un código moral islámico contrario a la ley británica. No representaban al Islam británico –de hecho, fueron denunciados y rechazados por las propias comunidades musulmanas locales–, pero ilustran la tentación de convertir la religión en poder coercitivo.

Y España no es ajena a esa tensión. Aunque el fenómeno adopta aquí una forma menos visible, los desafíos de integración son reales: barrios con alta concentración de población inmigrante donde la convivencia se fragmenta, aulas donde la igualdad entre hombres y mujeres se discute en nombre de la religión, y comunidades donde la autoridad civil cede ante la presión cultural.

La diferencia es que en España estas tensiones no se expresan en disturbios ni debates encendidos, sino en un silencio institucional cuidadosamente administrado. El tema se evita, no por prudencia, sino por miedo a romper el consenso del buenismo oficial. En un clima político donde la causa palestina se ha convertido en emblema ideológico y el multiculturalismo en dogma, hablar de integración o de valores europeos se percibe casi como una provocación.

Los tribunales europeos y los gobiernos también han cedido terreno a la censura preventiva. En 2018, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos –en el caso E.S. v. Austria– avaló una condena por "denigrar doctrinas religiosas", al entender que las declaraciones habían excedido los límites del debate tolerable.

En 2023, Dinamarca aprobó una modificación legal que penaliza el "trato inapropiado" de escritos sagrados, destinada a sancionar actos públicos como la quema del Corán, aunque su redacción y alcance han sido criticados por su posible efecto disuasorio sobre la libertad de expresión.

Así, el viejo continente, que nació de la razón y el cuestionamiento, parece volver a inclinarse ante lo sagrado.

En el altar del multiculturalismo, el sentido común fue el primer mártir. Europa se disculpa tanto por su pasado que pronto pedirá perdón por haber inventado la imprenta. Hoy no se puede ni toser sin pedir permiso lingüístico: alguien podría sentirse microagredido por el estornudo. Y entre tanta susceptibilidad, hemos llegado a un punto absurdo: defendemos la libertad de todos... salvo la de discrepar.

La cristianofobia crece en paralelo. Según el Informe OIDAC 2024, en 2023 se documentaron 2.444 casos de crímenes de odio contra cristianos en 35 países europeos –desde ataques a iglesias hasta agresiones físicas–, y la OSCE confirma la tendencia.

Estos datos coexisten con picos de delitos antimusulmanes tras cada atentado islamista, pero revelan algo más profundo: la asimetría cultural. Con el Islam, temor reverencial; con el Cristianismo, burla impune.

A ello se suma el factor demográfico: la Agencia Europea de Asilo (EUAA) informó que los Estados miembros recibieron más de 1,14 millones de solicitudes de protección internacional en 2023, la cifra más alta en siete años.

Algunos informes estiman que el número total de inmigrantes de fuera de la UE podría superar los cuatro millones en ese mismo año, aunque esas cifras varían según la fuente y el criterio estadístico.

Las cifras no son el problema –Europa necesita inmigración–, pero la falta de integración sí lo es. La integración no consiste en "tolerar" sin criterio, sino en compartir leyes, libertades e igualdad de género. Quien viene a Europa debe abrazar sus valores, no imponer los propios. Porque el respeto no es unidireccional: acoger no significa rendirse.

Hitchens llamaba a esto el triunfo del relativismo moral: cuando ya nada puede juzgarse, todo se justifica. Hemos confundido la compasión con la rendición. En nuestro miedo a parecer intolerantes, hemos olvidado que la tolerancia tiene límites: empieza donde acaba la libertad del otro, no donde el fanatismo lo dicta.

Los europeos fuimos capaces de descubrir América, pero somos incapaces de defender Europa.

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