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Opinión | La mirada de Lúculo: crónicas grastronómicas

Felicidad y feijoada en Río

El tiempo suspendido en una ciudad distinta a cualquier otra no solo por su belleza natural, donde la vida es el arte del encuentro

Ilustración de Pablo García

Ilustración de Pablo García

Una tarde ya lejana en Río mientras el sol caía detrás del Pão de Açúcar como una moneda de cobre y las sombras se estiraban sobre la arena de Arpoador, pensé en que la felicidad podía verdaderamente existir. Los vendedores ambulantes ofrecían queijo coalho (queso blanco) ensartado en una brocheta y cerveza Bohemia, y los surfistas esperaban una ola que nunca llegaba. Había un aire perfumado de abandono, como si cada jornada fuera la última del verano. Nadie tenía prisa, el tiempo, en Río de Janeiro, era un animal domesticado. No tardé en darme cuenta de ello; también sospeché que no sería fácil salir de allí indemne la primera vez que desde el avión vi aparecer la bahía de Guanabara como una sonrisa torcida, quizás una mueca del destino. No lo habían conseguido muchos de los poetas, aventureros o simples turistas que, alguna vez, se propusieron regresar a casa y decidieron quedarse. En mi caso me costó despegar y los días que permanecí inmerso en aquel torbellino, envuelto en el rumor del Atlántico, sin saber distinguir a veces si estaba en Copacabana, Ipanema o Leblón, descansando en esa mezcla inclasificable pero exacta de ruido y reposo, los recuerdo como los más largos de mi vida.

Los cariocas célebres siempre han entendido que Río no se explica, se vive. Vinicius de Moraes, diplomático y poeta, fue uno de sus profetas. Escribió que "la vida es el arte del encuentro, aunque haya tanto desencuentro por la vida". João Gilberto lo acompañó en esa revelación sonora que fue la bossa nova, cuando desde los apartamentos de Ipanema se inventó una tristeza alegre tan precisa como el vaivén del mar. Mucho antes, Carmen Miranda ya había exportado una versión delirante de esa alegría reconocible. Y Tom Jobim, el más melancólico de todos, compuso "Garota de Ipanema" mirando pasar una muchacha que aún hoy parece caminar por toda la playa. No conozco a nadie que haya estado en Río sin buscar con la vista, al menos una vez, a la musa de Jobim entonando los compases de la melodía.

Pero los que mejor comprendieron el hechizo de la "cidade maravilhosa" de Coelho Neto fueron, quizás, los extranjeros que no pudieron marcharse. Stefan Zweig llegó huyendo de la guerra y del naufragio de Europa. En su casa de Petrópolis encontró un sosiego que le duró poco, pero suficiente para escribir que Brasil era "el país del futuro". Se equivocó a medias, lo escribió con fe y con fatiga, como si en esas montañas verdes y esas calles voluptuosas hubiera visto la última esperanza del mundo. Elizabeth Bishop, la poeta estadounidense, también se quedó. Vino de visita y acabó viviendo quince años, enamorada de una arquitecta brasileña y de la luz que filtraba el mar. Decía que en ningún otro lugar había aprendido tanto sobre el silencio y el color. El economista barcelonés Lluís Boada quedó embrujado por la samba y acabó siendo con la escola Salgueiro seguramente el primer catalán de la historia en ganar un Carnaval. El Carnaval de Río es historia única y aparte.

En Lapa, el barrio bohemio, la samba se escurría por las rendijas de las puertas, y las risas se confundían con el entrechocar de las botellas. En el Jardim Botânico, los flamboyanes se abrían como si se tratara de un incendio vegetal, y los monos saltaban sobre las cabezas distraídas de los paseantes. Cualquier cosa parecía diferente y rendida a la belleza, los tranvías amarillos de Santa Teresa, los cerros verdes, las playas curvas y el Cristo abrazándolo todo. También aquello que en la postal luminosa resulta menos edificante: la favela. Distinta a cualquier ciudad, Río es una de las pocas urbes del mundo donde los ricos viven abajo y los pobres en las alturas. Descienden de ellas a diario para prestar servicio en los barrios acomodados del sur. Cuando la luz se va apagando, vuelven a subir.

Por las tardes, decía, a los pies del Pão de Açúcar, el sol se derramaba de forma líquida sobre la bahía y uno llegaba a comprender entonces cómo en medio de la felicidad podía brillar también la tristeza. Bajo una capa de esplendor, Río libraba su pulso de melancolía. Era la saudade, esa palabra intraducible que los brasileños llevan como una marca de agua. Saudade de lo que se tuvo y perdió, y de lo que nunca se alcanzará. Está en las canciones de Jobim, en los cuadros de Tarsila do Amaral y en las noches interminables de los bares de Leme. Está también en la feijoada del sábado, cuando el último plato se enfría y alguien comienza a rasguear las cuerdas de una guitarra.

La feijoada, siendo un plato de alubias y emblema nacional brasileño, pudiera parecer a simple vista bastante más prosaico de lo que el tono de esta crónica encendida venía destilando hasta ahora. Pues no. Llegaban los sábados, y el aire se llenaba de humo y risas. Las ollas hervían con frijoles negros, carne seca, chorizo, costillas, gallina, panceta, linguiça y pé de porco. El guiso burbujeaba durante horas, como si quisiera atrapar dentro el ritmo de la semana. Después era el momento del arroz blanco, la farofa tostada (harina de mandioca bañada en mantequilla y frita en la sartén), las rodajas de naranja, y, finalmente, el silencio agradecido de los comensales, ese instante en que la felicidad no necesita explicación. La feijoada de los sábados se convertía en el corazón de la ciudad. Cada cucharada tenía algo de historia y de revancha; estaban el recuerdo de los esclavos que mezclaban las sobras para sobrevivir, la invención de una alegría mestiza que se negó a desaparecer. Representaba además la cocina del coraje, del ingenio y de la lentitud. A finales del pasado siglo, cuando el mundo corría hacia el brillo sintético que proclamaba el siguiente milenio, Río seguía revolviendo su olla de frijoles con la paciencia de una madre. Supongo que en más de un lugar seguirá siendo así.

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