Opinión
Los ritos del silencio
Hay ruidos que acorralan. Ruidos que no exigen grandes descargas de decibelios para ser insufribles: es suficiente el estrépito de las redes poco sociales, el gruñido constante de tertulias donde se sustituye el argumento con la ocurrencia o el dardo fácil, el griterío de quienes piensan que la vehemencia que atropella es buena aliada de la razón. Son voces que no se plantean dialogar, solo quieren exhibirse. Pavonearse. Palabras que no tienden puentes, sino que levantan tapias para sorderas bien administradas. Y en ese escenario cabe preguntarse si vale la pena discutir con quien solo quiere vencer, no entender.
Discutir con fanáticos es chocar contra certezas que no admiten colores, solo sentencias sin juicio. Fuera matices, quieren solo aplausos en una representación teatral de monólogos y ecos sin huella.
La discrepancia honesta enseña sin ensañarse. Obliga a ajustar la mirada, a aceptar los errores propios, a distinguir nuevas vías en quienes piensan distinto. La discrepancia yerma que crece entre prejuicios y muros agota y acogota. Mejor, en esos casos, el silencio elegido, que no tiene nada que ver con la sumisión. Callar por proteger la serenidad y no arruinar la paz interior en una batalla que no puedes ganar. Que no quieres ganar. No como refugio sino como decisión personal para alejarse de gritos y dejar de pisar el barro.
Tomar la palabra cuando pensar no está bien visto es una labor que no enriquece, solo desgasta. El diálogo cae y se ensucia. Conviene tener claro cuándo dar un paso atrás y no acercarse a lo oscuro. El fanatismo necesita del ruido para no extinguirse. Y oponerse a darle lo que necesita es una victoria. Miren lo que pasa a menudo en el Congreso: diputados que se pasan todo el rato levantando la voz, bajando el listón de la inteligencia a ras de suelo. Guardar silencio es, a veces, una vía de resistencia, de resiliencia si me apuran. No entrar al trapo sucio evita recibir estocadas innecesarias de odio provocativo, ayuda a mantenerse a salvo del alboroto estéril y de los desmanes de la inquisición cotidiana que contamina todo lo que toca de extremo a extremo.
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