Opinión
Lo ocurrido bajo la lluvia solo bajo la lluvia puede ser contado
La conquista de los españoles en América
Viajaba con mi mujer y otros amigos por el estado de Jalisco, que junto con el de Aguascalientes constituían la Nueva Galicia, y en mi visita al Museo de Cerámica, en Tlaquepaque (México), un guía local, de apellido Lepe, mezcló la alfarería con la llegada de los españoles a esas tierras y con el virreinato de la Nueva España, conformada entonces por la actual República de México, California, Nevada, Colorado, Utah, Nuevo México, Arizona, Texas, Oregón, Washington, Florida y partes de Idaho, Montana, Wyoming, Kansas, Oklahoma y Luisiana; el suroeste de la Columbia Británica (del actual Canadá); la capitanía general de Guatemala, que incluía Belice, Costa Rica, El Salvador, Honduras, Nicaragua; la Capitanía General de Cuba, con la República Dominicana, Puerto Rico, Trinidad y Tobago y Guadalupe; la provincia de Venezuela, Bocas del Toro en Panamá y la Capitanía General de Filipinas, con las Carolinas, las Marianas...
De ahí, sumando la Vieja España, Países Bajos, el Sacro Imperio Italo-Germánico, parte de África..., aquella apreciación de Francisco de Ugalde a Carlos I, que repitió Felipe II, según Schiller: "Die Sonne geht in meinem Staat nicht unter", "El sol en mi dominio nunca se pone"; algo similar dijo antes Jerjes, antes el Salmo 72 y antes Sinuhé.
En el Museo, nuestro guía nos reclamó el oro que esquilmamos.
Unas 185 toneladas llegaron a Sanlúcar de Barrameda, algo menos de lo que México o Perú extraen en un año. Sépase que los romanos se llevaron de España unas 900 toneladas, casi todas de las Médulas bercianas.
Nos preguntó Lepe si las mujeres que nos acompañaban habían sido nuestra primera conquista; uno respondió que era la primera, otra que la prima.
–Más que conquistarlas, tan agresivo, deberían decir enamorarlas –nos sugirió.
–Mi mujer me conquistó a mí, con la mirada –dije.
Lepe pasó a censurar la conquista de la Nueva España apoyándose en la leyenda negra inventada por hispanófobos (los ingleses sí arrasaron Norteamérica), revisionistas e historiadores de medio pelo que analizan los hechos de ayer con los ojos de hoy. Como escribió Ferlosio en "Industrias y andanzas de Alfanhuí", las mismas cosas tienen, en distintos días, distintos modos de acontecer, y lo ocurrido bajo la lluvia, sólo bajo la lluvia puede ser contado.
Los españoles llevamos pan, ajos, caña de azúcar, garbanzos, manzanas, vacas, ovejas, caballos, metalurgia, arquitectura, catedrales, puentes, la rueda para el transporte, universidades, hospitales y vacunas, música, leyes más humanas, nuestra religión y nuestro idioma y conservamos sus lenguas autóctonas; la primera gramática del náhuatl fue del franciscano Andrés de Olmos, publicada en 1547; el maya y el quechua subsisten gracias a la protección de la Corona española y de la Iglesia, que difundió catecismos en esas lenguas, y con esos hablantes mezclamos nuestra sangre para formar una nueva raza.
Es curioso, nos afean aquella conducta los que están allí, mestizos y criollos (el apellido Lepe viene de Huelva), hijos de los conquistadores. A punto estuve de recordárselo al guía, y preguntarle además: ¿Qué valores sumasteis desde vuestra independencia?
En una estela en la Ciudad de México, en la plaza de Las Tres Culturas, figura este texto, atribuido al poeta mexicano Jaime Torres Bodet: "El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtémoc cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota: fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy".
Los españoles cometimos torpezas con los indígenas, como los aztecas con los purépechas y con los totonacas, los omeyas con el reino visigodo, Pelayo en la Reconquista, los romanos en Hispaniae o el susodicho Jerjes cuando subyugó a Grecia. Pero sostengo que incluso algunos "vicios" de los conquistadores añaden un plus a sus virtudes.
El argentino Ricardo Rojas dijo del conquistador español: "Vino a nosotros, por designio providencial, no a demoler nuestro pasado, sino a abreviarnos el plazo del porvenir".
En fin, en aquel Imperio de Carlos I no se ponía el Sol, y este mundo talentoso, bienintencionado e ingenuo de hoy no acaba de ver la luz.
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