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Opinión

La España desigual

La protesta es la única voz para las comunidades que no condicionan al Gobierno con sus escaños en el Congreso de los Diputados

No tengo claro que una movilización como la ayer fuera necesaria en otras partes de España. Quienes cuentan con escaños decisivos en esa nueva cámara de representación territorial que es el Congreso, están siendo capaces de llevar adelante propósitos de muy discutible legalidad sin tener que salir a las calles. La estabilidad gubernamental demanda, hoy, desafiar la unidad de la caja común, las previsiones constitucionales sobre la amnistía, condonar deudas a los territorios claves o cualquier otra ocurrencia que resulte precisa. Y todo ello sin hacer demasiado ruido.

A los de la otra España, no nos queda más que manifestarnos para reivindicar hasta lo que es de cajón. Para nosotros resulta indiferente que instancias comunitarias avalen que determinada actuación estatal puede resultar contraria al ordenamiento. A diferencia de los que ven a diario cómo se se retuerce el derecho para saciar las necesidades de continuar en el poder a cambio de unos votos, los demás hemos de soportar las consecuencias de decisiones públicas incluso si están siendo objeto de dudas acerca de su corrección jurídica.

Como se puede advertir, hemos vuelto a las dos Españas. La que no tiene el menor empacho en mirar para otro lado ante notorias quiebras de la legalidad si en ello se juega su propio beneficio, y la que tiene que echarse a las plazas a exigir que el cumplimiento de la ley les redima de cargas que no tienen deber alguno de soportar.

En esta España desigual, los que no contamos con capacidades políticas determinantes, no tenemos más remedio que protestar masivamente o hacer uso de los mecanismos judiciales a nuestro alcance. En ocasiones, como en esta, puede que hayamos dilatado demasiado la respuesta, perdiendo posibilidades jurídicas de reacción que el tiempo dirá si son o no definitivas. Hablo de la posibilidad de haber llevado en su momento al contencioso los actos ahora considerados ilegales por Europa, o haber activado la revisión de oficio sin esta demora prolongada de tantos años. No teníamos que haber llegado a este punto para abordar la ilegalidad del peaje del Huerna, ni haber esperado a la exasperante lentitud comunitaria sobre su presumible ilicitud. Prórrogas de contratos administrativos por infracción del derecho europeo se han anulado por los jueces asturianos desde hace décadas, sin haber tenido que acudirse para nada ante la Comisión o el Tribunal de Luxemburgo.

En esta España desigual, no parecen existir demasiados inconvenientes a la hora de rescatar aerolíneas o entidades financieras con dinero público, pero sí concesiones aquejadas por pecados legales capitales. Y se exhiben espantajos milmillonarios para disuadir de iniciativas que persiguen cumplir la legalidad, cuando los cálculos de los que saben los sitúan en cifras mucho menores.

Y se enarbola también el efecto cascada sobre el rescate de otros peajes de autopistas, cuando lo que nos ocupa aquí es la simple y llana acomodación a la ley de lo que en su día no se hizo con el acierto deseable en términos de derecho comunitario por los departamentos ministeriales competentes.

Que las fuerzas políticas y sociales asturianas se unan, es siempre bienvenido. Pero debiera servirnos también para reflexionar sobre la progresiva pérdida de influencia de la Comunidad en el escenario nacional. No es preciso contar con fuerzas nacionalistas o regionalistas en Madrid para exigir lo que es exigible. Lo es tener a responsables respetados, que sean escuchados por los que deciden, y que gocen de autoridad.

Si eso no ocurre, a los que vivimos en este lado oscuro de la España desigual no nos queda más que el recurso a la pataleta. O apurar las herramientas jurídicas sin esperar al veredicto europeo, si no se nos pasó ya el arroz.

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